Reseña: La Puta de Babilonia (Fernando Vallejo)



Impregnada de ironías hilarantes presentadas en forma de comentarios inocentes, de principio a fin, Vallejo le entrega al lector los datos reales de muchas de las tantas mentiras que la Iglesia Católica ha hecho pasar como verdades, desde que en el 323, Constantino le otorgara poderes. Y aunque el título del texto alude sólo a la Iglesia Católica (así llamaban los albigenses a la Iglesia de Roma) los musulmanes, los cristianos, los protestantes y los judíos también tienen su espacio en ese saldo de cuentas que el autor anda cobrando; pero siempre persiguiendo su centro, La Puta.

Apegado a la historia, apelando a ella y apoyándose frecuentemente en citas de filósofos, teólogos, profetas, supuestos discípulos, papas, e incluso de La Biblia y El Corán, Vallejo da cuenta de los crímenes y los errores que en nombre de uno o varios dioses, han pasado en limpio. No es gratuito que el libro empiece dándole algunos adjetivos a La Puta: “La puta, la gran puta, la grandísima puta, la santurrona, la simoníaca, la inquisidora, la torturadora, la falsificadora, la asesina, la fea, la loca, la mala; la del Santo Oficio y el Índice de Libros Prohibidos; la de las Cruzadas y la noche de San Bartolomé; la que saqueó a Constantinopla y bañó de sangre a Jerusalén; la que exterminó a los albigenses y a los veinte mil habitantes de Beziers; la que arrasó con las culturas indígenas de América; la que quemó a Segarelli en Parma, a Juan Hus en Constanza y a Giordano Bruno en Roma; la detractora de la ciencia, la enemiga de la verdad, la adulteradora de la historia; la perseguidora de judíos, la encendedora de hogueras, la quemadora de herejes y brujas; (…) la oscurantista, la impostora, la embaucadora, la difamadora, la calumniadora, la reprimida, la represora, la mirona, la fisgona, la contumaz, la relapsa, la corrupta, la hipócrita, la parásita, la zángana; la antisemita, la esclavista, la homofóbica, la misógina; la carnívora, la carnicera, la limosnera, la tartufa, la mentirosa, la insidiosa, la traidora, la despojadora, la ladrona, la manipuladora, la depredadora, la opresora; la pérfida, la falaz, la rapaz, la felona; la aberrante, la inconsecuente la incoherente, la absurda; la cretina, la estulta, la imbécil, la estúpida; la travestida, la mamarracha, la maricona; la autocrática, la despótica, la tiránica; la católica, la apostólica, la romana; la jesuítica, la dominica, la del Opus Dei; la concubuina de Constantino, de Justiniano, de Carlomagno; la solapadora de Mussolini y de Hitler; la ramera de las rameras, la meretriz de las meretrices, la puta de Babilonia, la impune bimilenaria tiene cuentas pendientes conmigo desde mi infancia y aquí se las voy a cobrar"; adjetivos que se explican uno a uno a lo largo del texto.

Vallejo cuestiona desde las bases de las religiones, en su pasado, hasta lo que hoy podemos conocer, y entre muchas cosas, afirma que Pedro no existió –y es el mismo Pedro quien supuestamente fundó la Iglesia Cristiana–, que Jesús (Cristoloco, como lo llama varias veces) y toda su palabrería son un invento de unos escribas, revela cifras de pederastia desde los primeros papas hasta los últimos casos registrados en Estados Unidos, da cuenta de los crímenes cometidos y auspiciados por el Vaticano, evidencia y explica errores absurdos de La Biblia y El Corán, y describe el oximorón que llevan las palabras “civilización católica”.

Con argumentos contundentes de fuentes apropiadas, se aclaran y desmitifican muchas cosas que por simple negación a la lógica, la humanidad ha dejado de conocer; además se cuenta todo de una manera jovial sin que se reste importancia de los datos, pintado eso sí, como es acostumbrado en el autor, por frases controversiales que como mínimo, siembran dudas dogmáticas en el lector, y que a la vez, da respuesta a muchas otras. Tan irrefutables las citas y los argumentos con que sostiene sus tesis, que estando en Chile, en una entrevista en un programa de televisión, cuenta Vallejo que había mandado una invitación a Obispos de Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay, México y Colombia, para debatir sus tesis públicamente en un auditorio con estudiantes, pero que no había recibido ninguna respuesta; las invitaciones, al parecer, habían llegado al mismo lugar donde llegan las oraciones que se mandan a Dios.

El football como deporte nacional en Colombia


Después de ver unos minutos de un partido de fútbol entre dos cuadros colombianos, me vi obligado a cambiar de canal porque aunque sea el deporte nacional, cada vez pareciera más que nos estamos alejando del objetivo del juego que es manejar la esfera en el campo y hacerla entrar en la malla del otro equipo; ahora mientras más faltas haya y más veces se engañe al árbitro, mejor. En el zapping fui a parar en ESPN. Estaban dando otro partido de fútbol, o mejor, de football, ese fútbol que se juega con pelota ovalada, en el que se usa, entre otras cosas, casco, hombreras y concha. Me mantuvo pegado a la pantalla un buen rato: es un deporte peligroso, arriesgado, de fuerza, de agilidad, de estrategia, un juego emocionantísimo; lástima que no lo logre comprender del todo. Con unas cuantas jugadas tuve noción de algunos movimientos, de algunas reglas y en cuestión de diez minutos estaba viendo un partido entre dos equipos que no conocía pero que valía la pena empezar a conocer.

Lastimosamente, el fútbol nacional había hecho lo suyo y en medio partido de football caí dormido y tuve un sueño que se empezó a fundir con lo que el televisor me estaba diciendo. De pronto, estaba en un estadio repleto de espectadores, un campo dividido en yardas (estadio San Vicente del Caguán) y dos equipos próximos a salir: Colombia is passion y Liberty Athletic. El partido como juego no tuvo gran importancia; quedaron empatados cero a cero –siendo poco común ver un empate en este deporte– y estuvo lleno de faltas, pero como espectáculo cumplió todas las expectativas. Como anotaciones especiales vale resaltar que, por ejemplo, antes de empezar el partido, la voz del parlante anunció que el mariscal del equipo estatal, Álvaro Uribe, no jugaría por haber salido falso-positivo en la prueba de dopaje. La referee, Piedad Cordoba– por sus dotes de mediadora– junto a otros seis sujetos de la Fiscalía son los encargados de dirigir el partido: a los dos minutos se decretó el primer down a favor del equipo insurgente: rudeza innecesaria para con uno de los de uniforme camuflado; aunque la falta era a favor de Liberty Athletic, los seguidores de Colombia is passion se levantaron y aplaudieron la jugada. En la mitad del juego mientras las presentadoras de farándula de los canales nacionales bailan en una coreografía desorganizada, la voz del parlante anuncia que hay promociones del setenta y cinco por ciento para los beneficiarios de Agro Ingreso Seguro y DMG en la zona de comidas, y que presentando el carné reclaman gratis camisetas del equipo estatal. La mayoría de asistentes al estadio eran seguidores del equipo del Gobierno y habían llegado al estadio en una marcha por la paz, cuatro millones de Camisas Blancas meneando banderas blancas y cantándole a la paz–de vez en cuando insultaban a los del equipo contrario–, mientras que al cuadro libertario sólo lo representaba una mancha roja que meneaba una bandera del Che.

Me desperté con un buen sabor de boca, había logrado encontrar el deporte ideal para Colombia: iba a mandar una carta al Presidente donde le propondría al football como deporte nacional. No es tan descabellado, tenemos muchas cosas en común con ese deporte, hay influencia estadounidense desde siempre (tanto que nuestro segundo idioma, generalmente, es inglés), nos gusta planear los touch down y somos buenos tumbando. Además, si el Gobierno jugara contra la guerrilla al menos una vez al mes, sería un espectáculo genial, traería sólo beneficios, por donde quiera que se le mire. Si en vez de planes de guerra idearan estrategias de juego, se ahorraría mucho en vidas, o mejor dicho, en muertes. Si lo que estos dos bandos siempre han querido tener es poder, allí lo pueden obtener y demostrar. Cada mes un clásico, y ¡qué señor clásico!, ¡nuestro Super Bowl! Más de medio siglo en disputa y ninguno ha ganado nada.

¿Deuda externa?, tranquila, Colombia: con cuatro millones de cabezas comprando entradas se paga una deuda externa en menos de lo que canta un gallo, o dos, dependiendo de cuánto se vaya en comisiones. Además, estamos endeudados sobre todo con Estados Unidos y podríamos firmar un Tratado de Libre Comercio Deportivo: acá las canteras de jugadores de football estarían repletas todo el tiempo y ellos, como acostumbran, vendrían a llevarse cuanto quisieran, en parte de pago. Así se matarían dos pájaros de un solo tiro, porque vamos pagando la deuda a medida que desarrollamos y popularizamos el deporte.

“Señor Presidente, ojalá me tome en serio y tenga en cuenta mi petición, mire que no hemos podido conseguir mucho con el fútbol, a usted que le importa tanto la imagen del país en el exterior, no hemos conseguido ganar un solo mundial y eso que nos jactamos de tener los mejores jugadores repartidos por todo el mundo. Nuestro futuro deportivo está en fútbol americano”, así le voy a decir en la carta que apenas estoy encabezando, pero que espero llegue a ser realidad. Ojalá me lea, Señor Presidente.

Ah, se me olvidaba contar algo del sueño: aunque el partido terminó cero a cero, al final, los dos equipos se dividieron las ganancias resultantes de la venta de las entradas.

(También en NFL4EVER)

¿Dónde está la mata que mata?


Desde hace unos meses se viene escuchando una campaña de la Dirección Nacional de Estupefacientes donde muestran a la amapola, la mariguana y la coca, como plantas mortíferas. Originalmente una animación en técnica stop-motion, de donde se extrajo el audio y ahora es pasada por varias emisoras en el dial: la voz tierna de una pequeña que nos asegura que “si no traficas la mata que mata notarás un cambio; te verás diferente, con la frente más alta, las manos más limpias, la mirada más recta… se espantará el miedo, regresará a casa la dicha, se apagarán las noches en vela. La coca, la amapola y la marihuana, matan”. Al principio me causaba mucha gracia escuchar a la niña diciendo esas cosas, después ya no era tan gracioso, se fue convirtiendo en una pequeña rabiecita y ahora me desespera. Un gran desacierto por parte de la Dirección Nacional de Estupefacientes pues apelar a la ternura no es una estrategia correcta a la hora de hablar de temas de salud, y menos utilizando un infante, pues si alguno me dice que hay una mata que mata, lo escucho con la misma seriedad que si me dijera que hay un monstruo en el armario.

En general, el problema radica en las políticas de Estado, cuando apelando a estrategias propagandísticas quieren deseducar y alienar a la masa, con información totalmente falsa o al menos muy parcializada. La clave no está en hacer campañas destructivas que se opongan al consumo, lo que sirve en estos casos, es implementar, igualmente, campañas pero educando frente al abuso del consumo… ¡O si no, que lo digan Holanda o Portugal!
La cuña tuvo éxito sólo por una cosa: el slogan; corto, sonoro y, a primera vista, contundente, pero con esta campaña de “La mata que mata” lo único que han hecho es desinformar a la gente, dañar el nombre de tres plantas y, cómo no, causar la irritación de gente que como yo, evita dejarse meter los dedos a la boca. Igual, el consumo no veo que disminuya, menos la plantación y, menos aún, el tráfico.

¡Ni la amapola, ni la coca, ni la marihuana, matan! Y lo digo por experiencia propia, al menos con el cannabis, pues tuve la oportunidad de convivir con unas cuantas plantas por unos meses y acá estoy sentado contando el cuento. Y hasta hoy no recuerdo haber leído algún titular con “Muerto estudiante por ataque de un grupo matas de amapola y de coca”. Al contrario, muchas civilizaciones, culturas, tribus, desde antiguas hasta contemporáneas, han cultivado las tres plantas para conservar sus rituales e incluso para crecer comercial y culturalmente. Como ejemplo de lo que digo y en contraposición a la campaña que tanto me irrita, me veo en la obligación de salir en defensa de una de las plantas, cannabis sativa, que, inocente, como no puede matar, tampoco puede defenderse.

Desde el año 8000 a.C. se tiene registro de plantaciones de cannabis, según estudios arqueológicos (History of the World, Columbia University). Se considera como la primera planta que el ser humano cultivó, y se usaba para el consumo lúdico y para elaborar tejidos, probablemente. En el 100 a.C. los chinos fabrican el primer papel con fibras de cannabis. En el 1776, se redacta La Declaración de Independencia Americana en papel de cannabis, además varios de sus redactores eran reconocidos consumidores de esta planta. En 1791 el Presidente Washington fomenta la producción doméstica de cannabis y Jefferson la considera una necesidad, anima a los granjeros estadounidenses a cultivarla. En 1870 ya se le consideraba oficialmente terapia para varias enfermedades. En 1910 William Randolph Hearst, magnate y dueño de un periódico, lanza campañas donde muestra a negros y mexicanos bestializados bajo el efecto de la marihuana, todo con fines económicos. En 1943, en plena guerra, Alemania y Estados Unidos piden a sus granjeros que planten cannabis y ayuden a la guerra, del suceso se conoce un famoso video, “Hemp for victory”, lanzado por el gobierno norteamericano donde se mencionan las ventajas del cannabis en su uso comercial. En diciembre de 1937 el Congreso de Estados Unidos aprobó la prohibición de la marihuana, y no tardó mucho el mundo en seguir esas políticas prohibicionistas. Gracias a intereses económicos y de poder, entonces, han prohibido, ilegalizado, penalizado y judicializado la producción, el comercio y el consumo de esta planta. Eso sí, el alcohol y el tabaco siguen generando ingresos y muertes, pero esos tienen licencia.

¿La planta de la locura?, ¿la mata que mata?, ¿la que genera esquizofrenia?, ¿la que bestializa a sus consumidores?, ¿la puerta de entrada a otras drogas?, ¿la que daña hogares?, ¿destruye sujetos y llena de criminales las calles?, ¿en serio?

Famosa por ser de los mejores analgésicos, abre el apetito, interviene en la digestión, combate el insomnio, calma la ansiedad –funciona mejor que la nicotina, y es menos dañina para el cuerpo–, contribuye al tratamiento de la depresión, tiene propiedades broncodilatadoras que sirven para los asmáticos y es la única sustancia conocida que sea efectiva aplacando el dolor que causa la quimioterapia. Eso en cuanto a su uso medicinal, en cuanto al lúdico, ni hablar: ¿cuántas canciones fueron inspiradas por la ganja?, ¿cuántos libros deben su razón de ser al cannabis?, ¿cuántos artistas la utilizan para producir sus obras?, ¿cuántos la usan para descansar después de una larga jornada laboral? En los 90’s, la organización estadounidense Natura dio a conocer los resultados de una investigación donde se confirma la existencia de unos receptores en el ser humano que sólo se activan con el cannabis (receptores cannabinoides), y si eso no es prueba suficiente de que la mariguana le sirve al ser humano, no sé qué otro argumento pueda dar.
En lo industrial, tiene muchas ventajas también. La semilla no requiere de un cuidado extremo para retoñar, con agua y luz suficientes, y un terreno medianamente fértil, la planta progresa. Crece en casi todos los climas, desde el más cálido al más frío (incluso hay una raza descubierta en el Himalaya, con alta potencia en TetraHidroCannabinol, componente psicoactivo de la planta), menos en los desiertos por la carencia de agua. Con la fibra del cáñamo, macho de la planta, se puede producir telas, maderas y hasta plásticos, con menores costos de producción y por ende, a menos precio al público. Además, Suramérica tiene unos climas propicios para el cannabis y el cáñamo (Colombia, Paraguay y Perú, por ejemplo, se destacan por la calidad de su producto), y de ser legal, se podría reactivar el agro y abrir un nuevo canal a la industria. Pero no.

Finalmente los que deciden qué es bueno y qué es malo, son ellos, los que mandan. Y no basta con que yo diga que la mariguana no mate, no basta con que los estudios demuestren sus beneficios, ellos van a tener la razón. Entonces, si la mariguana mata, ¡matame, mata, matame!

Pensando en el séptimo arte

El 28 de diciembre de 1895, en Francia, se mostró al público por primera vez una serie de imágenes que dejarían asombrados a todos los presentes. La salida de los trabajadores de una fábrica al final de la jornada laboral o la famosa toma de la locomotora, esa que causó pánico en el auditorio y puso a correr a los que asistieron a la proyección. Los responsables, dos bigotones de apellido Lumière que serían de gran importancia en la creación y la evolución de lo que hoy conocemos como cine. Nadie en el mundo antes de esa fecha hubiera creído posible que se pudieran ver imágenes en movimiento, nunca pensarían en ver una copia tan fiel de la realidad –a blanco y negro, aunque los mismos hermanos después le pondrían color– y eso explica la sorpresa que causó la gran locomotora que aparecía en el lienzo blanco y que, aunque sin sonido, tenía la misma velocidad y conservaba la misma potencia. Después de esa primera proyección en público, el cinematógrafo –el aparato con que se había logrado el milagro– se haría popular en todo el mundo, llevando la magia a muchos rincones del globo. Más adelante, el sonido se le sumaría a la imagen, y después el lenguaje narrativo y la creación de los diferentes géneros, movimientos y estilos. Como resultado: una industria, un gran arte, muchos consumidores, muchos realizadores, muchas historias, muchas experiencias, muchas alegrías, muchas lágrimas, muchas risas…mucho cine. Bueno, malo, pero mucho.

Confieso que hasta hace relativamente poco empecé a ver al cine con ojos de degustador, no hace mucho comencé a disfrutar cada parte de las películas que veía, no tenía el buen hábito de sentarme frente al televisor a buscar historias y menos el de asistir a salas. Ahora, cada que puedo y veo una película que me atraiga, visito esos mundos increíbles de los que me había estado perdiendo, conozco otras realidades y percibo otras formas de ver el mundo que vivo y el que no vivo. Y son millones de cabezas que todo el tiempo tienen en órbita al séptimo arte, son muchos cerebros que trabajan juntos para satisfacer ese placer que produce ver una película, son numerosas las ideas que a diario surgen, hay historias de sobra para explotar, y por eso, el cine desde sus inicios, viene en un crescendo constante y logra acaparar la atención de más y más mentes, cada vez hay más cinéfilos; y es lo lógico, no conozco una persona que habiendo visto una cinta de su agrado, no haya quedado con ganas de ver otra.

Hoy me levanté pensando en cine y me dieron ganas de contarles parte de lo que pienso.

Trato de ir a cine al menos una vez cada dos semanas y, en lo posible, sin compañía. ¡Nada mejor que ir a cine solo!, no hay mejor acompañante en el cine que uno mismo. Yo comparo el ir a cine con un rato de lectura, ver una película estando con alguien más, para mí, es equivalente a leer con alguien más. Y lo hago para evitar molestias, a mí y al que me acompañe. Claro que hay casos de casos, hay películas que vale la pena ver acompañado por una mujer, o una historia que sea grata de compartir con unos amigos o con la familia; en mi sumario, escasean. Y aunque no sea tan malo después de todo ir a cine acompañado, tengo claro que detesto la combinación de cine y niños, porque si me causan escozor muchas veces, en cine esa sensación se triplica. Interrumpen y molestan.

Y es que en general no tenemos cultura suficiente para asistir a los cines, no somos la cultura más cinéfila y menos la más educada socialmente: en cine se habla duro, se contestan celulares, se escuchan carcajadas, se presencian alborotos, espectáculos sexuales y molestas jornadas de alimentación. Asistir a una sala de cine implica tener una conciencia mínima de convivencia y de respeto. En cine no se come, para comer están los restaurantes: es un fastidio escuchar el traqueteo de las crispetas en las bocas de los que van a comer al cine, el sonido de los pitillos explorando el fondo casi vacío de los vasos de cartón, salir de la sala oliendo a perro caliente o sentir el aliento del señor del lado que está comiendo nachos con queso. Al cine se va comido. Claro que un entremés no es una gran molestia. Tampoco hemos podido con lo de apagar los celulares, y pareciera, que al contrario, cada vez hay más gente que lo prende. Si tiene una urgencia, pues atiéndala y luego asiste a la sala. También tiene la posibilidad de poner el teléfono en vibración o de mandar y recibir mensajes de texto. No hay excusa para la falta de modales.

La gente poco instruida en el tema tiene la idea prefabricada de que el cine independiente es para pseudo-intelectualoides y lo tacha diciendo que es aburrido y no tiene acción. El cine independiente, definitivamente, no es para la masa. ¡El cine independiente es para los que nos gusta el buen cine! Y no porque me guste lo reputo de buen cine, ES buen cine. Se caracteriza por la originalidad de las historias y del trato estético que se les da. Es un tipo de películas que no cuentan –pero no requieren– con grandes presupuestos, no suelen ser excesivas en el uso de efectos especiales pero sí en calidad narrativa y estética de la misma. Se llama independiente porque, precisamente, no depende de La Gran Industria Cinematográfica: Hollywood. Es un cine que en nada se parece al que produce esta máquina de basura. No tiene grandes efectos especiales porque no los necesita; las películas que apelan a este recurso, generalmente lo hacen por alguna deficiencia en la historia. ¿La película promete grandes explosiones y monstruos gigantescos?, no es una buena película. Y es que de la publicidad que se le dé a una película puede uno empezar a sacar conclusiones: si la película tiene un tráiler con explosiones, viajes al espacio, armas y ejércitos robóticos, hay carteles de ella por toda la ciudad, en las salas de cine hay anuncios llamativos de cartón y en alto relieve, lo más posible es que la historia sea mala, y ¿cómo va a ser buena una película si la historia es mala?, muy difícil. Por el contrario, cuando la publicidad de la película es minimalista y poco vistosa, hay una gran posibilidad de que sea una buena historia. Ahora, también es posible que uno saque gusto de una película mala, y en general, eso es lo que pasa, pero no nos damos cuenta.

Lo que yo acostumbro a hacer después de ver una película es preguntarme cosas: ¿me gustó o no?, ¿por qué?, ¿me creí la historia?, ¿por qué?, ¿la actuación estuvo convincente?, ¿por qué?, ¿estuvo bien hecha?, ¿por qué?, y finalmente, ¿fue una buena película?, ¿por qué? Así saco mis conclusiones y no me toca esperar a que los jurados de los premios Óscar decidan por mí. Hay que decir, también, que no toda producción que gane uno (o varios) de estos galardones cabe dentro del grupo de buenas películas; lo que sí asegura esto es que va a vender.

Hay tres cosas que debo recomendar, aprovechando que estoy hablando de cine:
La primera es retomar la costumbre de ir a las salas de proyección. Vaya solo o acompañado. Al cine del centro comercial o al del teatro cultural. La televisión nos ha hecho perder la tan famosa magia del cine y ahora no gran cosa, a parte de salir más costosa y que nos implica movilización –por ende, gasto. Pero es que las películas que se proyectan en una sala de cine, fueron pensadas y creadas para ver en cine. No es lo mismo ver una película en una pantalla normal (por más grande que sea). ¿Cómo consigue esa textura granulada?, ¿cómo imita ese sonido envolvente?, ¿cómo logra esa realidad?, para la casa están las TV movies. El secreto de las salas está en que alejan de una realidad y transportan a otra. Los sentidos están totalmente dispuestos y acogidos por la realidad que nos deja ver el proyector.

La segunda es apoyar la industria latinoamericana, sobre todo, la colombiana. Nos quejamos del cine colombiano y en general del latinoamericano. Son pocos los directores colombianos que gozan de buen nombre en el país, y es que nadie es profeta en su tierra…y menos un director va a ser grande en una tierra donde no lo ven. No vemos cine colombiano. Las taquillas pocas veces se han visto llenas en estrenos de cine nacional. La gente dice estar cansada de las mismas historias siempre y de que la guerra y el narcotráfico sean tópicos tan explotados. Pensemos en el cine mexicano sin los charros y los caballos. Pensemos el cine oriental sin ninjas, samuráis, espadas… Si nuestra materia prima en historias son la violencia y el narcotráfico, es porque son dos cosas que nos atacan a diario, y de alguna forma tenemos que sacarlas. ¿Muy poca variedad en las películas colombianas?, no creo. Humor, terror, suspenso, cine negro, cine porno, crítica social, documental, drama, tragedia, películas animadas… Y si sabiendo esto, exige conocer más historias, pues escríbalas. Historias abundan, pero no los escritores. Sin guionistas la industria colombiana no evoluciona. Tampoco sin buenos directores, sin buenos actores o sin un apoyo económico. Por eso, insisto, vamos a ver cine colombiano. Tenemos unos muy buenos directores que han venido en un proceso creativo y constructivo realmente interesante, resalto a Harold Trompetero y Ciro Guerra.

La tercera es muy simple: ver los créditos. Estuvo sentado más de una hora viendo una producción que le gustó, ¿por qué no dedicarle unos cuántos minutos más a saber quiénes hicieron posible tal obra? Le pregunto: ¿cómo se llama el director de su película favorita?, es posible que sepa, pero ¿sabe cómo se llama el montajista?, ¿el productor?, o bueno, ¿el guionista? Y no sólo pasa en el cine, pasa en la música o en la lectura: nunca verificamos citas o fuentes, no leemos los créditos del cuadernillo del disco compacto. No conocemos a los responsables detrás de cada proyecto y eso lo considero peor que si no se vende el producto final. No acostumbramos a darle el reconocimiento a los extras, ni a los maquillistas, ni a los luminotécnicos, ni a los asistentes…ni a los productores, ni a los editores, ni a los guionistas… Si le gustó la película vea los créditos, así se entera quiénes fueron los que lo hicieron feliz. Si no le gustó, véalos también, ahí se da cuenta de quiénes puede renegar. En los créditos están los datos de la producción que usted desconoce, ¿por qué no empezar a conocerlos?

El séptimo arte, a mi parecer y sin demeritar el resto de artes, es el mejor y más completo, porque se alimenta de todas, pero no se parece a ninguna. Necesita de la escritura, de la música, de la imagen, de la escultura y de la arquitectura…y a veces de la danza. Amado por muchos y odiado por pocos. Detonante de grandes revoluciones culturales y ayudante de la política, la publicidad y el capitalismo. Creador de héroes y revelador de genios. Así es el séptimo arte, así es el arte primo. ¿Cómo lo ve usted?

Consejos de un ateo para otro ateo


ATENCIÓN: Respetado lector, si usted es creyente, le recomiendo no leer el siguiente contenido pues corre el riesgo de poner en duda sus dogmas. Si considera que tiene creencias de hormigón, está bajo su responsabilidad lo que pueda suceder si continúa leyendo.

Más de la mitad de mi existencia la pasé militando en las filas del ejército que comanda nuestro Señor Jesucristo. Me bauticé, hice la primera comunión, la confirmación, celebraba la Santa Misa los domingos, comulgaba –previamente confesado y redimido, como lo obliga la lógica cristiana–, cantaba las novenas en diciembre, pedía por las almas en pena y no dormía bien si no hablaba con Dios. Como muchos, pasé una niñez impregnada de religión, porque a parte de estudiar en un colegio de curas y monjas y de recibir ‘educación’ católica –me gusta más “amaestramiento”–, las normas morales en la sociedad también me obligaban, de alguna manera, a aceptar el legado ideológico de rendirle homenaje a dos palos cruzados. Pasó la niñez y dejé de creer en cuentos de niños y en historias fantásticas: las hadas, la magia, La Cigüeña, Papá Noel, Dios, El Coco, etcétera. Cuando la lectura dejó de ser ese martirio dominical al que me sometía mi señor progenitor (después me recompensaba con helado) y pasó a ser parte esencial en la formación de mi criterio, descubrí por qué personajes como Nietzsche y Darwin mataron a Dios. Aunque ellos lo mataron, a mí me quedaba la duda (en ese momento tan lleno de dudas) de si ese presunto ser existía o no, porque la mayoría de personas que conocía y con que hablaba, afirmaban y confirmaban –con milagros, incluso– su existencia. Después me daría cuenta de la idiosincrasia de nuestra cultura y de las jugadas de la Iglesia para conseguir adeptos –adictos–, y sumando estas dos condiciones, conseguimos a una Iglesia dependiente de sus fieles que a la vez, dependen de su Iglesia. Y aunque ya me había liberado de esa necesidad de Dios y todas sus sacrosantas historietas, seguía haciendo uso de expresiones y gestos propios de quien cree (me persignaba para salir a la calle, agradecía con un “midió’lepague”) pero eran simples acciones mecánicas que con el tiempo fueron desapareciendo, llegando al punto de que en este momento no recuerdo casi ninguna oración y no distingo hacia qué lado mover las manos para que la bendición se consiga de la manera adecuada. Tampoco me interesa.


Todas las sociedades han estado impregnadas de religión, desde siempre y para siempre. En la actualidad es lo mismo, estamos rodeados por religiones y cosas que se le parecen (Cienciología, Uribismo), pero afortunadamente para nosotros, los non-creyentes, no es una obligación estar adscrito a una. Gozamos del derecho a la libertad de culto y preferimos no creer en ningún dios; hoy en día cada quién verá si creer o no creer (claro que en pleno Siglo XXI el que siga creyendo en Dios, La Biblia o La Iglesia es porque no conoce los estudios modernos sobre el tema): los que creen, son creyentes y los que no creen, ateos. A los segundos me dirijo hoy, exclusivamente a ellos, los que decidieron, como yo, desarraigar valores morales y replantear posturas dogmáticas. Hay quienes afirman que el ateo no existe, “argumentando” que la negación de Dios es, a su vez, la afirmación. Yo entiendo el planteamiento, pero no lo comparto y, menos, lo considero válido –de hecho es incoherente, pero yo comprendo que la fe, desde donde habla un creyente, no es coherente. Los ateos sí existen y yo conozco muchos.

Aunque no es causal justificada de muerte –como fue hasta hace unos decenios–, ser ateísta todavía no es muy bien visto por algunas personas, sobre todo en gente mayor, acostumbrada a dedicar toda su vida al servicio del Señor. Acá vengo a compartir unos consejos de un ateo común y corriente. No quiero ser pretencioso dándomelas de biblia en cuanto al tema por que no soy ni el ateo más instruido ni el más viejo, pero como sí puedo hablar de lo que he visto y he vivido, acá van unos apuntes que pueden servirle a usted, infiel:

ATENCIÓN: Respetado lector, si usted es creyente y se atrevió a seguir las anteriores líneas sin algún revolcón dogmático, lo siguiente no le puede parecer tan descabellado. Si, por el contrario, está indignado por la sarta de blasfemias anteriormente escritas, le recomiendo desistir de esta lectura porque puede tomar de mala manera las palabras que allí se emplean. Para que no sienta que perdió su tiempo ojeando tantas mentiras, le recomiendo este sitio, donde le aseguro, se va a sentir a gusto.

El primer consejo que puedo dar es el que he aplicado hasta ahora en la mayoría de casos y que me ha funcionado de maravilla: ignore. A la religión, a la Iglesia, a La Biblia, al Vaticano, a los pecados, a los fanáticos. Todo eso que acá tenemos en cantidades industriales, que diario nos pincha con su aguja, es fácil de ignorar. Es cuestión de magia: ahí estaba, ahora no está. Digo que es la mejor opción porque al evitar el contacto, se evita en gran parte, el contagio, se evita confrontaciones banales con gente de argumentos banales, esquiva disgustos –y risas, pero esas se consiguen en otro lado con facilidad.

Si es necesario rezar, rece. Está usted en una entrevista de trabajo, listo para arrebatarle el puesto a cualesquiera que lo aceche y hay cinco o seis personas en la misma situación suya. El jefe, un creyente fervoroso y millonario, les pide que antes de empezar con lo propio, es necesario levantar una plegaria al Señor. ¿Usted, siendo ateo, qué haría? ¡Rezar! Recitar unas estrofas a un ser imaginario no lo va a hacer menos ateo. De lo contrario –elegir no rezar– podría entrar en riesgo su puesto y actuaría como lo hace un creyente: cerrando su cabeza. Haga lo siguiente: primero, dígale a su lógica que imite a la fe, después ponga cara de creyente y finalmente recite, lo más malo que puede pasar es que la plegaria no sea recibida por el destinatario. La hipocresía dogmática generalmente funciona en estas situaciones donde manda un creyente.

Para los suegros, en la definición de buen partido está la cualidad de creyente. Para ellos esa palabra conlleva valores morales, éticos y dogmáticos que son de admirar ¿No cree en Dios?, ¡hasta mariguana fumará!, me los imagino sentenciando. Y en ese caso no hay problema tampoco, una mentirita piadosa –que hable de una mentira tan grande– no es mala. “¡Claro, Doña Estela, yo los acompaño a rezar los Mil Jesuses con todo el gusto!”, “Sí, Don Gustavo, ayer precisamente me confesé”. También, use frecuentemente expresiones como “Dios mediante”, “Dios le pague”, “gracias a midiós” y “amén pa’ las ánimas”. Este consejo es de más aplicación con las abuelas, a ellas les encanta cuando un joven demuestra apego a la religión. De ser el caso, cargue estampita de la Virgen del Carmen en la billetera y un escapulario –si sale con los tenis o la gorra, mejor– en el pecho, no sabe cuándo ni cuánto lo puedan ayudar.

En caso de un alegato sin salida, Dios existe. Yo, por ejemplo, disfruto mucho enterándome de los porqués de los creyentes, porque para bien o para mal, trato de aprender algo de lo que me dicen. Hay fieles fanáticos que no aceptan la negación del porqué de su existir, de su consejero, de su maestro, de su ejemplo de vida, de su Padre y por más Darwines, Nietzsches o Vallejos que uno mencione, no dan su brazo a torcer. Es ahí donde recomiendo aceptar la existencia de Dios y terminar con el asunto de una vez por todas. “¿Por qué no puedes convencer a un creyente de nada? Porque sus creencias no están basadas en evidencias, sino en una enraizada necesidad de creer” Carl Sagan. ¿Algo para agregar?

Este párrafo complementa el anterior y da vida al siguiente, porque separo los creyentes en tres grupos, que se forman de acuerdo a los niveles de arraigo que tengan a la religión. En el Nivel 1 ubiqué a los que sienten la necesidad de creer en Dios pero que son poco o nada practicantes; esos que dicen “creo en Dios pero no en la Iglesia”. Es como si digo que creo en Mickey Mouse pero no creo en la Walt Disney Company. Y sin creer en la Iglesia, rezan. Y sin creer en la Iglesia, se persignan. Oraciones, bendiciones, genuflexiones y demás excreciones, fueron ideadas por la iglesia para ir complementando de a poco el vacío que dejaba al descubierto La Gran Mentira. Con este primer tipo de creyentes es muy divertido tratar, por que nunca defienden su postura –carecen de argumentos válidos, incluso para ellos– y debido a eso es muy sencillo cagarse en su fe. El Nivel 2 lo ocupan los que creen firmemente en Dios y en la Iglesia y en general se muestran actuando conforme a lo que profesan. Este grupo, digo yo, es el más numeroso, a él hacen parte la mayoría de nuestros papás, tíos y abuelos. Es un conjunto especial porque aunque se llenan la boca hablando de valores morales y pecados, blasfeman, se emborrachan, fornican, roban, mienten, matan o planifican. La mente de estos, por estar tan manchada, resulta, con cierta frecuencia, siendo cerrada. Y el tercer grupo, el Nivel 3, le corresponde a los que fundamentan su existencia en Dios. Viven y mueren para él y por él. Hablar con éstos es imposible, es como dirigirle la palabra a un muro; ellos hablan con el lenguaje de la fe, y, al menos yo, no lo he podido comprender. Generalmente personas de edad avanzada, abuelos y abuelas que no conciben la vida prescindiendo del Señor. También ubico aquí a los extremistas: islamistas, comunistas (sólo por citar un ejemplo de los que ven una ideología política como una religión) o testigos de Jehová. De estos últimos desprendo el siguiente consejo.

¿Cómo librarme de esos molestos personajes? Lo que recomiendo es hacerles saber de buena manera que no se tiene interés alguno en escucharlos. Para eso veo dos opciones: 1. De entrada, despedirlos con un “gracias, yo no creo en Dios” y le aseguro que funciona –en ocasiones, no mucho, pero algo hace– y 2. Déjelos hablar, escuche lo que le dicen, asienta con la cabeza, reciba su folletín y despídase. Tómese su tiempo. Así, ellos quedan felices por haber cumplido con el deber de dar testimonio, y aunque usted no quede feliz y haya perdido tiempo, habrá salvado de esa molesta presencia a varios, que como usted o como yo, prefieren evitarla.

La medicina alternativa no funciona. Presumo, que si es ateo, debe reconocer la validez de la ciencia. El noni, la baba de caracol, el extracto de hormonas de cangrejo y toda la basura que promociona la ‘medicina’ alternativa es una de las nuevas modalidades de estafa. ¿Y qué tiene que ver esto con Dios?, hombre, sencillo, la mayoría de gente estafada por los yerbateros alternativos son creyentes. Esta nueva y exitosa rama de la medicina, pero que nada tiene que ver con ella, es una de las nuevas Iglesias. A ella acuden las señoras que no han recibido el milagro que pidieron, o mejor, para complementarlo. A ella acuden los fervientes seguidores del Señor que se rehúsan a consumir las malvadas sustancias tóxicas que crea la ciencia, principal detractora de Dios. Y remato con otra frase de Sagan: “Si quieres salvar a tu hijo de la poliomielitis puedes rezar o puedes vacunarlo contra la polio...”.

¿Cuál es mi deber como ateo?, yo no sé el suyo, pero el mío es no creer en dioses. No tengo más deberes. La pregunta frecuente del ateo novel es ¿qué debo hacer? Y claro, no es fácil ver cómo las personas que uno quiere se dejan afectar tanto de ese virus que llaman fe; también se nos puede presentar la idea de hacerle conocer a los creyentes su equivocación, por su bien, por el bien de la sociedad. Pero no es lo correcto. Andar profesando el ateísmo no es cosa distinta a andar profesando el cristianismo o el judaísmo. Igual, es su elección, si desea salir a profesar la palabra del ateísmo, bien pueda; si desea salir a matar curas y monjas, a hacer quemas públicas de libros sagrados o a incendiar iglesias, hágalo (aunque no es recomendable porque las repercusiones ya pasan de morales a legales).

Seguiría dando apuntes con varios párrafos más, pero no quiero que se vea como un sermón, no me quiero alargar más por ahora. Finalmente, y para dejar claro nuestro sentir, démosle, hermanos ateos, un último adiós a Dios. En coro, conmigo:

- Réquiem eternam dona eis, Domine. Réquiem cantim pace.
- Amén –responden.
- Podéis ir en paz.

Hablando de liberación femenina


Sobre el tema había pensado un par de veces, algunas ideas sueltas y no más. Esta semana viajando en bus, hubo algo que me hizo pensar lo que estoy escribiendo: se subió una anciana y no quedaban más puestos vacíos; de inmediato una mujer joven –veinte años, digo yo–, de pelo castaño ondulado y hasta los hombros, camiseta negra, jeans y tenis, se levantó de su puesto y acomodó a la anciana. Sin vacilar, se dirigió hacia la puerta de atrás, se sentó en las escalas y ahí estuvo al menos diez minutos, viajó así hasta que se bajó. Lo que me dejó pensando fue el hecho de que ningún hombre cediera su puesto. ¡Qué falta de caballerosidad! –pensé, y me incluí. Pasaron unos segundos y llegué a la conclusión de que no había hecho falta caballerosidad pues la mujer joven había sido “caballerosa”. Sin duda alguna eso no lo habría visto sin eso de la liberación femenina. Un asunto que se viene tocando, según los historiadores, desde el último tercio del Siglo XIX, cuando un grupo de mujeres europeas protestaban contra la discriminación de la mujer en cuanto al sufragio –para la época, un acto audaz–; luego en Estados Unidos aparecerían las “sufragistas”. Más adelante no sólo podían elegir presidente, sino trabajar, practicar deportes masculinos, usar jeans o fumar. Y ahora, podemos ver cómo han venido cambiando las cosas y la tan anhelada igualdad se va consiguiendo poco a poco.

Entonces, la mujer del bus fue “caballerosa”. Esa palabra no me cuadraba, por lo que decidí cambiarla por “damosa”, donde “damosidad” viene siendo la cualidad. Porque ahora que estamos viviendo la liberación femenina, debemos dejar el machismo a un lado y como una dama no puede ser caballerosa, entonces sí puede ser damosa. ¿Cómo que una mujer no puede ser caballerosa?, ¡eso es machismo! –estarán pensando. Y sí, es machismo, pero no mío; me lavo las manos. Lo dice
la RAE, por ejemplo: “caballeroso: adj. Propio de un caballero, por su gentileza, desprendimiento, cortesía, nobleza de ánimo u otras cualidades semejantes”. Y deduzco que la palabra “caballerosidad” viene de “caballero”, ese de la época medieval…época machista. Entonces pongámonos de acuerdo hombres y mujeres: o nosotros dejamos la caballerosidad (por que eso es machismo) o ellas adquieren la costumbre de la damosidad. ¡Claro!, somos dos géneros iguales, ¿no? Cuando el hombre es caballeroso, ayuda a la mujer a sentarse, a bajarse del bus, a llevar los paquetes del mercado, y ¿no es eso menospreciar las capacidades de la mujer?, y eso de valorar poco o nada a la mujer ya no se usa. La mujer ya no es el “sexo débil”. Y no hablo de dejar de ser corteses: ayudar a una mujer embarazada no sería caballerosidad, sería cortesía.

También dirán que la caballerosidad enamora. Y de hecho, la frase la extraje de las palabras de una mujer. Esa ha sido de los medios más eficaces a lo largo de la historia para acceder al interior de las féminas. Tanto para ellas, como para nosotros. Ellas obtienen amor, nosotros sexo. Y aunque las cosas han cambiado y ahora, por ejemplo, encontremos común el fenómeno de ver mujeres enamoradas de tipos rebeldes, inmaduros, groseros, de mal aspecto y de mal olor, todavía hay quienes prefieren al hombre de la voz bonita, al que huele a loción francesa, el de pelo impecable y que saluda con amabilidad… al final, ambos especímenes consiguen lo suyo, con o sin caballerosidad. Debo anotar que también esa cualidad –siendo galantería en muchos casos– se acaba, y si no, que lo diga una mujer que lleve más de diez años casada, y eso que hasta menos. El hombre, al principio, para causar buena impresión y asegurar una ínfima posibilidad de reproducción, es caballeroso. Después, parece que no.

Ellas con su liberación, por inherencia nos liberaron a nosotros, los sufridos hombres. A veces nos toca pagar la mitad de la cuenta cuando salimos, a veces nos invitan a salir –incluso sin poner un peso–, a veces nos buscan y entablan una conversación, a veces se atreven a dar el primer beso y a veces, se saltan ese primer beso. A veces, a veces, a veces… No están del todo libres. O unas sí, otras no y otras más o menos, según les convenga. Las que no están liberadas sufren el acoso día a día y casos de sobra conocemos, mal por ellas; las liberadas, en cambio, disfrutan todos los derechos que antes no tenían, pero el caso más especial son de las que más o menos están liberadas, porque no sufren lo que sufren las primeras, pero gozan lo mismo de las segundas. Son de las mujeres que aborrecen el machismo pero están de acuerdo con que “en caso de emergencia, mujeres y niños primero”, de las que juran que si el marido les llega a poner una mano encima lo matan pero cuando escuchan que una mujer le pegó al esposo, gozan. A esas les hablo hoy: pongámonos de acuerdo. ¿Igualdad o no? “A una mujer no se le toca ni con el pétalo de una rosa”, eso me enseñaron desde infante y lo comparto. Pero a un hombre, tampoco. “Los hombres en la cocina, huelen a rila de gallina”, pero abundan los chef. No digo que empecemos a pegarle a las mujeres ni que las echemos de las cocinas, sólo doy dos ejemplos de pensamientos que siguen vigentes en nuestra sociedad y que demuestran esa desigualdad tan notoria.

Hoy hago un llamado a la igualdad. Por ellas, por la liberación femenina, dejemos el machismo a un lado –y el feminismo. Ellas también pueden pagar la cuenta, muchachos. Ellas también pueden buscarnos, muchachos. Ellas también pueden llevar la bolsa pesada del mercado, muchachos. Ellas también pueden abrirnos la puerta del taxi, muchachos. Ellas también pueden cederle el puesto a una anciana en un bus, muchachos.

Decálogo para extranjeros en Colombia


Hace unos días estuve hablando con un amigo que vive en Europa y planea venir a conocer Colombia el próximo año. El hombre me comentaba que estudia con unos colombianos, dos cartageneros, un bogotano y un paisa, y que, por lo que ellos le han contado, Colombia es uno de los mejores países del mundo. La impresión que tiene de nosotros, es que somos “alegres y animados”, tan alegres y animados que están a punto de ser echados de la pensión de estudiantes en que viven por ruidosos, irrespetuosos y malos vecinos. A mi amigo eso no le importa porque no vive con ellos, son simples compañeros, y por eso me buscó a mi para que le hablara más del país, que me conoce hace tres años –de hecho no me conoce, hace tres años hablamos por Internet.

- Háblame en general de tu país, de la gente –me dice.

- ¿Qué te han dicho mis compatriotas de Colombia?

- ¡Maravillas! Me cuentan que hay gente muy amable en todos lados, que las mujeres son hermosas, que tiene unos paisajes impresionantes, que hay una diversidad de flora y fauna excepcional, que tienen una gran calidad en los productos que exportan, que hay muy buenos músicos –seguramente hablando de Carlos Vives, Juanes y Shakira– y muy buenos deportistas –El Pibe, Montoya y Asprilla. El mejor país del mundo.

- Pues tienen razón y no tienen razón. El país es muy bonito y es muy rico en flora y fauna, lo que lo daña es la gente. Hay muy buenos deportistas y excelentes artistas, pero no son los que ustedes conocen. El arte y el deporte no son fomentados como debiera ser. Artistas anónimos excelentes pidiendo limosnas por su arte, deportistas de calidad practicando en potreros o en campos mal acondicionados. Sólo se ve lo que vende, o sea, lo malo. También es cierto que hay personas amables, como en todos los países, pero no en todos lados. Es más, hay más gente grosera que amable, sólo que, por cuestiones culturales, parecemos simpáticos cuando en realidad somos pícaros.

- Eso me dijo el bogotano, que los paisas tienen fama de ser pícaros y vivarachos.

- No sólo los paisas, todos mis compatriotas. En general, el pensamiento distintivo del colombiano es intentar sacar ventaja de todo y de todos. De ahí la fama de buen vendedor (claro, estafar gente es garantía de buenos ingresos), de buen orador (mentirosos y retorcidos), de gente positiva (“Perder es ganar un poco” – Francisco Maturana), de galanes (mujeriegos, diría yo), pero también de corruptos, asesinos, traficantes, ladrones, groseros, perezosos, y un etcétera inmenso que todos conocemos pero que no aceptamos.

Mi amigo me decía que no podía ser tan malo como yo lo describía. Que era increíble que un país con tanto potencial natural tuviera un pensamiento tan pútrido. Yo le conté que acá en Colombia vivíamos muertos del miedo y por eso siempre intentábamos sacar ventaja. Por ejemplo, yo hago un negocio con otra persona y lo primero que pienso es que me va a robar o va a tratar de sacar ventaja; me adelanto entonces y le robo yo. De eso se genera un problema legal, que acá, se arregla con plomo: me lleva él o me lo llevo yo. Y siendo un poco menos extremista, todo es así. Le conté también, que por ejemplo, cuando un extranjero está en Colombia y quiere comprar artesanías para llevar recuerdos del viaje, es mejor que lo mande comprar con un colombiano: acá la costumbre es estafar al que trae los dólares. Míster, lleve la chiva en ten dólars, ten dólars. Mientras que si la compra un aborigen, la chiva colorida de arcilla no vale más de cuatro o cinco mil pesos.

El hombre no desistía de la idea de visitar el país, a pesar de que yo le estaba contando cómo era en realidad la situación, y sobre todo, le advertí que ser extranjero en Colombia es un pecado. Fácilmente es secuestrado, atracado o estafado por gente común, por gente vivaracha. Por cuestiones de tiempo no pudimos seguir hablando, pero me pidió el favor de que le siguiera recomendando qué cosas podía y qué cosas no podía hacer en el país, entonces le dije que mejor le iba a redactar un decálogo (¡qué fuerza tienen los decálogos!) para extranjeros en Colombia:

  1. Desconfiar de todo, siempre: ¿cuántas veces hemos escuchado historias de atracos y de asesinatos que se pudieron haber evitado, simplemente desconfiando? “Un tipo me pidió que le indicara dónde quedaba una dirección y me desperté al otro día en el hospital, me dio escopolamina”. Una historia común, ¿verdad? Pero vamos a algo más simple, una compra en la calle: ¿muy barato?, es malo; ¿muy caro?, te tumbaron.

  2. No salir solo: es recomendable sobre todo cuando se trata de salida nocturna, de rumba. Colombia es un país lleno de fiestas, pero lleno de colombianos. Si no lo amenaza un traqueto por mirar sus mujeres, lo estafa un pícaro (sólo por tener cara de extranjero) o le dan escopolamina y le hacen el paseo millonario. ¿Entonces si sale acompañado se salva?, no. Pero hay menos posibilidades de que se aprovechen (o más, dependiendo de quién lo acompañe).
  1. No cargar nada de valor: ni de valor monetario, ni sentimental y menos de importancia legal (pasaporte, ID, pase de conducción internacional). Por cada esquina, hay dos atracadores en Colombia. No se está seguro de un robo ni en la casa, ni en el carro propio, ni en la moto, ni en el bus, ni en el taxi. Sobra repetir que los extranjeros son “dulces para los ladrones” como diría cualquier mamá.
  1. Evitar montar en transporte público: es derivación de la anterior, pero merece un solo punto. Si se monta en bus es mejor tener en cuenta que no se debe sentar nunca al lado de la ventanilla, porque los atracadores suelen arrinconar a su víctima. También es bueno recordar no sentarse en la banca de atrás si está vacía, porque ese, igualmente, es lugar común de hurtos. Si se lleva celular, billetera, iPod o algún morral, lo recomendable es revisar –con mucha maña y disimuladamente– con frecuencia, que todo esté en su lugar. Cuando se monta en taxi, es preferible que esté con todos los sentidos atentos. Más directo: cuidado con estar borracho o muy drogado. Muchos taxistas huelen los dólares y los euros –me atrevería a decir que los buscan.
  1. No mostrar lo que se tiene en público: para un colombiano que lea esto, puede parecerle obvio, es parte del sentido común. Pero de acá. En Europa el sentido común dice que tu cámara es TU cámara y podés tomar fotos donde te de la gana y sacar videos de donde te plazca. Igual, tus euros son TUS euros, y eso te lo respetan o la ley te lo hace respetar. En Colombia, esa cámara y esos euros, son del más vivo. Y acá la viveza y la sagacidad no está mal vista. ¿Atracaron al gringo?, por bobo, por mostrón, por visajoso.
  1. En caso de atraco, no grite: lo puede escuchar un policía. En Europa, los policías generalmente velan por que los derechos del ciudadano se cumplan, no acostumbran violar ni la libertad ni la intimidad de las personas sin motivo alguno. Acá la cosa cambia. En Colombia cuando se sale a la calle hay que estar pendiente de que no haya mucho ladrón ni mucho policía. Sobre todo los extranjeros, que vienen al país en busca de placeres que allá son caros y escasos, pero acá abundan y hasta gratis: drogas y mujeres. Nada raro ver un extranjero fumándose un porro o inhalándose una línea de coca. Y el foráneo debe tener en cuenta que los policías en Colombia están más atentos de los pequeños consumidores de psicoactivos que de los atracadores o los sicarios.
  1. No demostrar el miedo: viendo lo que ve, el extranjero no debe mostrar que tiene miedo (caminando en el centro, montado en un taxi, en una tribuna del estadio). Los atracadores, los secuestradores y los pícaros son como los perros: huelen el miedo. Acá la gente se muere más de visaje[1] que de cáncer.
  1. Medir las palabras: sobre todo las opiniones políticas. Es una sociedad violenta dirigida por gente violenta. Corrupta y corrompida por la guerra, inundada de actores de conflicto, legales e ilegales. Es mejor no hablar ni de guerrilla, ni de paramilitares, ni de falsos positivos, ni de desapariciones, ni de la corrupción de los dirigentes, ni de tráfico de drogas. No se sabe quién pueda estar escuchando, no se sabe cuándo le pueden estar chuzando la línea telefónica.
  1. Cargar paraguas y chaqueta: alguien me dijo un día que si en Colombia estás aburrido con el clima, sólo hay que esperar quince minutos. Es un país tropical de calores tropicales y lluvias tropicales, intermitentes e inesperadas. De mañanas gélidas y noches sofocantes. El extranjero viene al país pensando en sol, playa, brisa y mar. Las encuentra, y en diversos tamaños, sabores y colores, pero no hay un clima fijo. El veraneo no siempre es en verano.
  1. Evitar el contagio de la cultura: lo más importante, no dejarse pegar la pereza, el facilismo, la mentira, la doble moral, la abulia mental. Este último punto aplica sólo para extranjeros que no son latinoamericanos (lastimosamente son comportamientos comunes en latinoamericanos). Los países de primer mundo (menos Estados Unidos) tienen pensamientos positivos, constructivos, futuristas y es esa mentalidad lo que los tiene en ese rango de “Primer mundo”. Cuando esté visitando Colombia, tome muchas fotos (recordar la parte del visaje) y disfrute los paisajes, aprenda a conocer la gente –es mejor tomar distancia en este proceso– y por último, deléitese con la diversidad de cosas que le ofrece el país.

Faltarán muchos puntos, sobrarán unos o todos. No sé, pero estoy seguro de que el extranjero que los tenga en cuenta y ­–ojalá– los aplique va a sobrevivir al menos una semana ileso, y con suerte, va a poder volver a su país a mostrar que conoció Colombia y no le pasó nada.

Por Andrés Flórez.


[1] Es difícil decirle al extranjero cómo evitar el visaje. Aptitudes histriónicas. Dos palabras claves: disimulo y maña.

Una corrida de exhibición

Gabriel llegó a esa zona a las ocho, justo como se había acordado una semana atrás. Apagó el carro y prendió las luces estacionarias. Su mirada saltando de un lado a otro demostraba nervios. Rectificó la dirección de la casa en un papelito que sacó de la gaveta del taxi. Hacía frío y cuando respiraba, el vapor de su boca salía en forma de humo que se dispersaba en el aire rápidamente. Con los ojos entrecerrados, Gabriel intentaba buscar la puerta verde con dos arbustos, pero la noche estaba oscura y la iluminación de esa calle no daba para mucho. Unos segundos después, una luz exterior que encienden, llamó su atención. Ahí era. El paciente está listo –pensó. Con las yemas del pulgar y el índice derechos, sobó la imagen de la Virgen del Carmen que colgaba del retrovisor, se santiguó con esa misma mano y puso el carro en marcha. Cuando llegó a la casa de los arbustos y la puerta verde, ahora con luz encendida, tocó la bocina un par de veces.

De la puerta verde que se abría, salió un hombre joven, alto, delgado, pero para nada lánguido, al contrario, con mucho estilo en sus ademanes y en la forma de caminar.

- ¿Gabriel? –preguntó mientras se acercaba al taxi, con una maleta colgada en su hombro.
- El mismo –se mostraba tranquilo pero estaba muy nervioso. El hombre abrió la puerta derecha de atrás.

Metió su maleta.

- ¡Pero siéntese adelante, acá es mejor! –replicó Gabriel.
- Yo me siento mejor acá, hombre, en serio –dijo con un deje de desconfianza.

Gabriel puso en marcha el carro y tomó salida a la avenida. Cerró todos los vidrios del taxi desde su puesto y prendió la calefacción a mitad de potencia. El hombre allá atrás se entretuvo unos momentos leyendo unos papeles que había sacado de su morral. Cuando se dio cuenta, estaban tomando rumbo a la salida de la ciudad.

- Disculpe, Gabriel, ¿dónde queda la fundación? –intrigado.
- Pues la sede principal queda en el centro, allá tenemos unas oficinas. Pero el evento mañana es en una finca pequeña, usted me entiende, ¿no?, necesitamos corral y espacio suficiente para el público.
- Sí, sí. Ya entiendo. ¿Y en qué parte queda la finca?
- Por esa fábrica de papeles que hicieron nueva. Esa es la entrada. No se preocupe…
- …Federico –interrumpió el hombre.
- …no se preocupe Don Federico –retomando.
- No estoy preocupado, sólo intento organizar mi tiempo. Ya sabe que tengo que estar concentrado y me toca prepararme unas horas antes del espectáculo.
- En cuestión de media horita estamos tocando tierra.

Gabriel miraba constantemente a Federico por el retrovisor. Lo notaba tenso y eso le duplicaba sus nervios. Mandó su mano derecha debajo de la silla y sacó dos discos compactos. Metió uno de esos al reproductor, buscó la pista trece y la voz de Peter Breisch se empezó a escuchar en el carro.

- Gabriel, ¿le puedo pedir un favor? –habló suave y calmado.
- Sí, claro, dígame nada más.
- Es que Peter Breisch me parte los huevos, ¡y no quiero ofender! –recalcó.
- Tranquilo don Federico, acá se escucha lo que usted diga, para eso me pagan. ¿Qué quiere escuchar? –apagando el reproductor.
- Preferiría no escuchar nada, si no le molesta.
- A mi no me molesta nada –y esbozó una sonrisa que el hombre de atrás vio por el retrovisor.

Después de estar en carretera por unos minutos, Gabriel tomó curva a la derecha, por una entrada muy discreta, con unas ramas secas que intentaban taparla, pero que el carro destrozó cuando las pasó.

- ¿Y la fábrica de papel? –intrigado, preguntó Federico.
- Yo me conozco todos los desvíos de este terreno, yo trabajo por acá hace tres años ya. Acá cruzamos dos minutos esta trochita y coronamos.

El hombre atrás asentía con la cabeza, aprobando el comentario de Gabriel, mientras tomaba su mochila y sacaba de nuevo las hojas. Las miraba pero la luz de esa noche no veía mucho.

- ¡Está como retiradito de la civilización! –dijo el de atrás, dejando ver afán.
- ¿Alcanza a ver esa luz? –señaló Gabriel con la mano derecha un punto iluminado al frente de la trocha, no muy lejos de donde estaban.
- ¿Ahí es?
- Ahí nos esperan.

Gabriel aceleró bruscamente y en pocos segundos estaban al lado de un reflector que les daba en la cara, obstaculizando su visión. El taxi paró su marcha de un solo frenazo, y por derecha e izquierda se subieron dos hombres. Inmovilizaron a Federico con una soga larga que Gabriel les pasó, le taparon los ojos con un dulce abrigo, y entre carcajadas y celebración el taxi emprendió marcha. Llegaron a un terreno baldío desde donde se podía ver la ciudad vomitando toda esa luz que la enfermaba. Entre los tres bajaron a Federico y uno de los que se había montado al carro en la trocha empezó a silbar. De los alrededores fueron saliendo siluetas de hombres con cuernos, que se distinguían perfectamente a contraluz de la ciudad, a pesar de la noche tan oscura. De un momento a otro, quince tipos sin camisa y con máscaras de toros, estaban rodeando a Federico. Cada uno gritaba cosas diferentes, unos le escupían en la cara. Él todavía no podía ver. Gabriel le quitó el dulce abrigo de los ojos y mientras intentaba reconocer las siluetas, empezaron a golpearlo: de uno en uno, cada quién respetándose su turno. Después de la paliza, un hombre grande con máscara de toro se acercó y lo despojó de su ropa. Lo tiró al suelo y empezó a reírse a carcajadas. Le pegó una patada en la boca del estómago y todos gritaron Olé. En coro.

- ¿Con que muy respetado? –gritaba el gigante de la máscara. Lo pateó.
- ¡Olé! –gritaron todos en coro. Federico se retorcía en el suelo frío y húmedo.
- ¿Todo esto es por que soy torero? –dijo desde el suelo con esfuerzo.
- Eras –dijo el hombre de la máscara y después se echó a reír a carcajadas. El gigante lo agarró del pelo y lo puso de rodillas, luego le envió un golpe con su puño cerrado por un lado de la cabeza que lo tumbó al piso nuevamente.
- ¡Olé! –gritaron todos en coro, después se rieron.

El gigante de la máscara de toro se apartó. Llegó otro enmascarado, un negro de estatura normal pero muy musculoso. Levantó a Federico de sus manos amarradas, lo arrodilló, luego boca abajo. Otro con máscara de toro y sin camisa, le pasó un bulto colorido que él, desde el suelo, reconoció: banderillas. El que sometía a Federico empezó a clavarle las banderillas en su espalda. Lentamente, con mucho esmero. Cuando hubo terminado, todos empezaron a aplaudir, festejaban. ¡Olé! –gritaron todos en coro. El mismo de las banderillas, le lanzó un frasco de plástico transparente de tapa blanca. Destapó el frasco y vació todo su contenido en la espalda herida. Federico se retorcía y mientras más se movía más daño le hacían las banderillas.

- ¡Hijueputas, qué me echaron! –gritaba desesperado mientras los de las máscaras de toro se reían y aplaudían.
- ¡Sufrí, eso, sufrí!, y esperate que ya viene lo lindo. Ya vamos a terminar la corrida –gritó un enmascarado.

Se quedaron todos viendo a Federico y celebrando cada quejido que salía de su boca. La sangre ya le rodeaba el torso. De tanto dolor estaba quedándose inconsciente. Sus ojos se estaban cerrando. El aire cada vez le quedaba más difícil de inhalar. Sentía al menos dos costillas rotas y su rostro entumecido.
¡Llegó la hora de la fiesta compañeros! –gritó un enmascarado con voz de adolescente. Se acercó a Federico, sacó una navaja de su pantalón y con mucha destreza le cortó las dos orejas y se las entregó a otro enmascarado que tenía una almohadilla roja con remates dorados. Los gritos de Federico debieron haberse escuchado a kilómetros. ¡Olé! –gritaron todos en coro. El mismo enmascarado sacó una candela y la accionó cerca a la espalda de Federico. La llama tocó la espalda y en cuestión de segundos estaba el cuerpo totalmente en llamas. Los gritos de Federico cesaron. Ahora estaban rodeando una fogata que de vez en cuando se movía, o al menos lo intentaba. Dos enmascarados que estaban cuidando la almohadilla con las orejas estaban destapando una botella de ron. Mientras uno acomodaba los trofeos en una cajita de vidrio el otro servía licor en vasos plásticos y los repartía.

- ¿Y quién se las lleva hoy?
- Estas son tuyas, la vez pasada me las llevé yo.

El Sujeto

Mi foto
Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.