La redención del Padre

Más de tres horas de camino y los soldados no daban tregua. Carlos, aunque atado y guiado a empellones y culatazos, sacaba fortaleza de su idealismo y no desfallecía. Cinco oficiales, con su uniforme empapado por las goteras que había estado soltando el cielo desde que salieron de la estación, custodiaban a un hombre, agarrándolo de donde podían, seguidos del capitán, bigotudo y de pecho en alto, cubierto por un gabán que dejaba salir sus botas de cuero y montado en un percherón café y manchado con blanco en el pecho. El camuflado de Carlos, someramente distinto del de sus guardianes, estaba lleno de pantano y aunque le quedaba holgado –seguramente lo habría heredado de un compañero muerto en combate o por alguna enfermedad imposible de curar en el monte– lo llevaba bien puesto, porque lo sentía –comentaba con sus compañeros en sus charlas. Empezaba a sentir dolor en los huesos de los pies y de las manos, por el frío y por el trajín de la jornada, los pasos cada vez eran más cortos y lentos por lo que recibía golpes de culata e insultos más frecuentes, tropezaba una y otra vez con las piedras que sobresalían del camino lodoso y se resbalaba en otras que, a pesar de llevar sus botas de campaña, no podía evitar.

¡Paren!– ordenó de un grito el bigotón del caballo.

¡Como ordene, mi capitán!– gritó uno de los custodios y se detuvieron todos. Carlos levantó la cabeza al cielo y sintió las goteras cayéndole con alivio en la cara. Respiró profundo y, mientras lo soltaban tres hombres, exhaló una bocanada que parecía llevarse todo su cansancio.

¿Qué pasó, mi capitán?– increpó otro soldado, acercándosele.

Dejemos descansar al bandolero, mal que bien hizo una petición antes de morirse y tratándose de cosas divinas, hay que aceptársela.

No se imaginaba que después de tanto tiempo escondido montaña adentro evitando ser capturado a manos del Ejército, iba a terminar preso, y menos de la manera en que había sucedido, lo que nunca se habría perdonado hacer, pero que, por las circunstancias, tuvo que hacer: esa noche se había entregado a las autoridades de la estación que queda a varios kilómetros de su pueblo natal. Iba a pasar por la plaza que de niño, se jactaba de poder recorrer de espaldas con los ojos cerrados, esa donde vio colgar por primera vez en público a varios violadores, la misma donde iba los domingos con su mamá a comprar carne en el único lugar del pueblo donde vendían.

Denle agua, ya descansó mucho, y sigamos que ya vamos a llegar– dio órdenes el del caballo.

Los hombres volvieron a asegurar con sus manos a Carlos y empujándolo, lo obligaron a caminar. En el fondo del paisaje se veían unas pocas luces prendidas que le daban la bienvenida a ese hijo que había partido para después retornar, en situación penosa, al sitio que lo vio nacer y crecer. Aunque la noche se ensañaba en dejar un ambiente brumoso en esas tierras, el Capitán Márquez desde Gloria, su caballo –era macho, pero gloria era la palabra que le había inspirado siempre ese percherón–, podía ver la cúpula de la iglesia que resaltaba por encima de los tejados del resto de las casas de la parte más habitada del pueblo. Las campanas se dejaban ver en penumbras, aunque a contra luz del nubarrón gris que tenían de telón.

Estando en la entrada del pueblo Carlos respiró profundo con intención de sentir el olor de las albahacas que inundaban esa calle. A lo largo de la primera hilera de casas frente a La Cascadita, que iban dejando ver encendiéndose las luces de sus interiores para fisgonear por entre las cortinas lo que pasaba, él había vivido unos momentos inolvidables en su infancia, con Glorita, la niña de sus sueños, que ahora le entraban por la nariz en forma de olor a albahaca y le hacían estremecer cada punta de su cuerpo. Sintió que las piernas le temblaban y, tomando más fuerza, empezó a caminar rápido, decidido a llegar hasta donde lo llevaban; faltaba poco para llegar a la iglesia.

Mi Capitán, el tipo lo único que pide a cambio de información, es que lo llevemos a confesarse con el Padre Salvador– le notificó el secretario a Márquez.

Me suena sospechoso, Ossa. ¿No le parece muy raro un guerrillero que se quiera confesar?

Nosotros hacemos lo que usted ordene, Mi Capitán.

Después de todo le podía servir el canje. ¿Qué podía pasar si lo llevaban, custodiado y con todas las prevenciones del caso, a donde el cura?, ¿qué problema le resultaba a él, todo un oficial del Ejército, las contradicciones dogmáticas de un guerrillero inexperto y joven? En cambio, a él sí le interesaba mucho que Camilo, como se habría presentado el ahora reo, le soltara datos importantes para dar con los cabecillas de su grupo, y, por qué no, de nombres de infiltrados y de relaciones de gente del Gobierno con su grupo armado. ¡Sería una bendición!, ¡un ascenso más que merecido!

Hágalo pasar, Ossa. Que entre solo.

Como ordene, mi capitán– dijo el secretario saliendo por la puerta del despacho.

Cuénteme cuál es su petición– fue al grano, Márquez, como acostumbraba, teniéndolo ya en frente, sentado y esposado.

Sólo les pido que me lleven a hablar con el Padre Salvador, no es más– respondió, como suplicando, Carlos.

Y, bueno, ¿qué ofrece?– replicó Márquez inclinándose hacia adelante, sentado, sobre su escritorio.

Yo les puedo decir quiénes son y dónde están escondidos mis comandantes, si quieren. Ya les entregué mi equipo de combate y unos papeles que me logré traer del campamento. No sé si les sirvan de algo.

No se diga más, entonces– se levantó el capitán de su silla y le dio orden a sus subalternos de alistarse para llevar al guerrillero donde el cura.

El Capitán Márquez se bajó de su caballo y se arrimó al portón contiguo a la entrada de la iglesia. Cogió con sus manos enguantadas de cuero negro uno de los aros de acero y lo hizo sonar tres veces. El cura debía estar durmiendo, pero esta noche, tendría que atenderle la confesión a este irredento.

* * *

Esa noche lo despertó Olga, la ayudante de la parroquia, y tuvo que interrumpir ese momento sagrado y escaso que era dormir. Desde que había llegado a ese maldito pueblo, se repetía, el sueño se había vuelto casi tan inalcanzable como un buen polvo

Padrecito, disculpe la hora pero lo buscan en la puerta. Es el Capitán Márquez y dice que es de urgencia– sentía vagamente la voz de la fea beata que lo acompañaba por la noche en la casa cural.

¿Y qué quiere el capitán a esta hora?

Parece que traen a un guerrillero amarrado, padrecito– le dijo, aterrada, Olga.

Dígales que ya bajo y hágalos entrar a la sala para que no se mojen más.

Olga bajó a cumplir su palabra y Salvador se puso la sotana sobre su pijama. ¿Qué podría estar queriendo Márquez visitándolo a media noche un lunes?, ¿no podía descansar bien aunque fuera un día a la semana, aunque fuera un lunes, que no pasa nunca nada?

Estuvo en la planta baja en pocos minutos, después de quitarse las legañas y de cepillarse los dientes en su pequeño baño, para estar presentable. El Capitán Márquez se le acercó y le estrechó la mano con efusividad, con una sonrisa en la cara.

Padre Salvador, disculpe la hora, pero el deber nos llama– le dijo, disculpándose, Márquez.

No se preocupe, capitán, yo habré de entender. Más bien, explíqueme a qué se debe el honor– dijo, con un deje de ironía.

Como puede ver, traemos un preso– señaló a Carlos y volvió a dirigirse a Salvador. Hace unas horas se entregó, un tal Alias Carlos y nos pidió con insistencia que quería venir a confesarse con usted, Padre.

¿Y no podían esperar hasta mañana, hombre?– les increpó con ira.

No había podido tener una sola noche de sueño plácido. Siempre lo despertaba algo diferente, cuando no era el calor, era Olga, o era el teléfono, o algún borracho estallando voladores en la plaza, o simplemente se desvelaba porque sí.

Disculpe, padre, de nuevo, pero yo creí que por tratarse de cosas divinas, el más apropiado para decidir cuándo hacer o no una confesión, era usted– explicó, Márquez.

Ya están aquí, aprovechemos– decidió el padre. Déjenlo que venga conmigo al confesionario y ahí, a solas, lo voy a escuchar.

Imposible, Padre. Debe estar custodiado, es guerrillero, recuerde, y puede estar planeando cualquier cosa con tal de escaparse.

¿No le parece ilógico que se haya entregado y ya se quiera fugar?– sacó a relucir la pericia militar tradicional.

Pues, sí, padre…– buscó excusas, entrecortó palabras y balbuceó– en todo caso, no va sin custodia.

Entonces no hay confesión, Márquez– se mostró decidido, Salvador.

Y sin confesión, no hay trato, capitán– gritó Carlos desde el rincón donde estaba, custodiado por los soldados.

Olga escuchaba perpleja el suceso y no veía la hora de que fuera el otro día para poder conversar con sus comadres lo que había pasado en la sala de la casa cural, cuando habían llevado a un guerrillero y lo querían confesar, para matarlo. Salvador la llamó de un grito, por si estaba lejos, y Olga acudió al llamado.

Dígame, padrecito.

Olga, abra la entrada interior de la iglesia y alísteme el confesionario– le ordenó el padre.

¿A estas horas?– preguntó, extrañada.

Sí…yo sé que está tarde, pero Dios no duerme. Hágame el favor, Olga.

Los soldados llevaron a Carlos hasta donde los esperaba Salvador, en la puerta que daba entrada a la iglesia, desde la casa cural, que iba a dar a la parte trasera del atrio, donde guardaban, entre otras cosas, los santos para las procesiones, las ostias y el vino de consagrar.

Al menos esposado, Padre Salvador– le alcanzó a decir el capitán antes de que desaparecieran por la salida.

Unas luces de la iglesia habían sido prendidas por Olga para que Salvador y Carlos pudieran pasar hasta el confesionario. Olía a detergente pues la ayudante le habría recién quitado el polvo. Salvador y Carlos caminaban callados, uno al lado del otro, ambos de cabeza gacha. Llegaron hasta el cubículo y sin Salvador decirle nada, Carlos se arrodilló en el sitio que estaba dispuesto para ello. El padre entró en él y se sentó. Abrió la ventanita y se dirigió al confeso.

Cuéntame tus pecados, hijo.

Esa última palabra había removido lo más hondo de los intestinos de Carlos. Abrió los ojos, asustado, sin saber como empezar. Se mordía los labios y buscaba las palabras precisas para salir del aprieto rápido.

Padre, yo vengo a hablar con usted y no a que Dios me perdone– dijo como pudo y cerró los ojos.

La voz le sonaba conocida, pero la cara, cubierta por una barba frondosa no le había dejado ver bien los rasgos, allá en la sala.

Háblame, entonces. Soy todo oídos– condescendiente, le respondió Salvador.

Yo soy Esteban, Padre. Necesito que me ayude.

Ese nombre llegó como un ataque de agujas a todo su cuerpo y lo heló; al punto de que se demoró varios segundos en asociar ese nombre con esa voz. Ahora sabía que estaba vivo. Era Esteban.

* * *

Un abrazo fue con lo único que supo responder de momento, Salvador. Increíble. ¡No estaba muerto! Esteban, el niño que se había fugado de la casa de la viuda de López, estaba vivo, frente a él. No pudo evitar el llanto y, aferrado al joven guerrillero, empezaron a rodar hilos de lágrimas por su cara.

¿Dónde estuviste metido, hombre?, ¿nunca te dignaste a decirle algo a tu mamá?– le reprochó Salvador.

Estaba en el monte, como lo ve, Padre. Me fui de la casa porque no teníamos cómo resistir dos bocas…mi mamá podía sobrevivir sola.

Se separaron y mientras Salvador se limpiaba las lágrimas, empezó a interrogarlo, ávido de conocer su vida hasta ahora, así fuera en esas circunstancias.

¿Y por qué lo de ‘Carlos’?

Por Marx. Cuando empecé a leer filosofía, me impresionó Marx. Por él me llamo ahora, Carlos.

¿Y por qué se decía que te habían matado en la toma al pueblo de abajo?

Porque casi me matan, Padre. Estoy vivo de milagro– se rebuscó con las manos esposadas en su cabellera y reveló una cicatriz larga que dividía su pelo en dos. Tres balas en la cabeza, ahí siguen…y yo también– señaló.

Todo el mundo te daba por muerto, hijo. Di misas cada domingo en tu nombre por dos años. ¡Te echamos de menos, Esteban!­­­– le decía mientras recordaba la última imagen que tenía de él en su cabeza, cuando, en su confirmación, haciendo las veces de padrino y oficiador, le entregaba un cristo de madera a cada confirmando, mientras que a Esteban, su ahijado favorito, le daba uno de oro. ¿Todavía lo llevaría?

Pues ya ve que no. Acá me tiene. Pero para eso vine, Padre, necesito de su ayuda.

¿Cómo quieres que te ayude, en estas circunstancias?

Sáqueme a escondidas de acá. Entretenga a Márquez y a sus soldados mientras yo me voy para otro pueblo, no quiero volver al monte y tampoco quiero que me torturen estas bestias.

Salvador recibía esta noticia apabullado. No sabía cómo ayudarle a Esteban, después de que cuando lo necesitó, otrora, no quiso hacerlo, no pudo hacerlo. Esta vez haría lo que estuviera en sus manos para lograr que el joven saliera con vida del problema.

¿Y qué te hicieron, por qué te entregaste?– increpó Salvador, tomándolo de un hombro.

Embaracé a Glorita, ella también estaba conmigo en el monte, y la hicieron abortar…se le infectaron las heridas y se murió antier. Yo no aguanté, Padre, lo único que yo pedía era un hijo, y esos hijueputas no me lo dejaron tener– Salvador oyó la palabrota y se santiguó.

Bueno, ¿y cómo lograste que te trajeran hasta acá?

Les prometí información clave. Ellos creen que yo les voy a decir dónde están los campamentos y los jefes, pero donde yo haga eso, me buscan donde esté y me matan, por eso necesito que me ayude a huir de este mierdero, Padre.

Déjame pensar qué puedo hacer. Ven, sentémonos –lo invitó de un jalón a la primera banca que encontró.

Esteban tenía la esperanza de salir por algún pasadizo secreto, de esos que tenían las iglesias, por la parte trasera y escapar en la burrita que le conocía a Salvador de toda la vida.

¿Y si me vuelo en Esperanza?– interrumpió las cavilaciones de Salvador.

Esperanza se murió hace años, hijo– dijo esto último con tristeza pero con cariño.

¡Maldita sea mi suerte!– soltó en tono más que fuerte.

No te desesperes…– contempló el silencio unos segundos, clavó la mirada fija en una lámpara que iluminaba y siguió– se me ocurre algo, lo único que podemos hacer por ahora…–se quedó callado un momento y continuó con su idea– pasas una noche en la celda, donde estabas, y mañana mismo hago unas llamadas para que te trasladen a otro lugar, lejos del pueblo, ojalá en otro departamento.

¿Y si me torturan o me matan y luego me desaparecen esta misma noche, Padre?– dijo, aterrado, por la sensación de tener a la calaca respirándole en la nuca.

No les conviene, no lo harán– balbuceó, Salvador, convencido de que sí lo harían. Dios y ellos te van a perdonar.

Mientras Olga trapeaba el lodazal en que habían convertido el piso de la sala, dos soldados volvían a asegurar a Carlos. Salvador le lanzaba bendiciones desde la salida, cuando Márquez y sus soldados lo llevaban de nuevo a la estación, para, según Salvador, esperar instrucciones de un superior en la mañana del día que estaba empezando. Con las manos esposadas y tomando rumbo al calabozo, Esteban miraba las figuritas que formaba la mano derecha, sobre el aire, del Padre, su padre, el que después de haber ayudado con su concepción, en una de esas largas sesiones de confesión que tenía con su mamá, lo había negado más de tres veces antes de que el gallo cantara.

El Tesoro del Saber


Llevo dos semanas escuchando al menos una vez al día el nuevo tono que me avisa que alguien está llamando, el que me impulsó a escribir esta vez. Y es que es difícil no pensar en el tema cuando hay algo que te lo recuerda con esa insistencia. En los libros hallarás el tesoro del saber, para ti todo será si aprendes a leer. Generalmente contesto antes de que esta rima termine, pero la canción ahora me parece tan reveladora y tan profetizadora que se ganó el título de official ringtone.

En uno de los colegios que me tuvieron en sus aulas, recuerdo claramente, había una cartelera en cartulina rosada, con letras púrpuras, mal formadas, que intentaban decir “el que lee, obtiene la sabiduría”. El recuerdo es bien prístino porque me llamaba mucho la atención esa forma (‘deforma’, mejor) desagradable en que nos incitaban a la lectura, a nosotros, esa manada de cabezas semivacías que sólo nos guiaba lo estético. Ahora veo que la cartelera hizo su efecto, aunque con un poco de ayuda del tiempo, y la frase me retumba con insistencia todos los días a todas horas.

Es posible que quien lea y se ubique de mi generación hacia atrás reconozca la tonada como algún recuerdo infantil e incluso, le caiga en gracia saber que una letra tan básica haya llegado viva hasta esta época. Entonces los que conocen la canción, tienen el secreto en su memoria…y la mayoría no lo aplica. No somos una cultura interesada en buscar El Tesoro del Saber, y lo digo porque, en general, la gente no le dedica tiempo a la lectura, siempre hay cosas más importantes y eso tan necesario se va dejando de lado, llegando al punto de que como propósito para el año nuevo, haya quien se proponga leer un libro en los siguientes trescientos sesenta y cinco días. Más triste es saber que existen quienes ni siquiera lo tienen de propósito.

¿Por qué la gente no lee?...es una duda recurrente en mi cabeza. No logro entender qué se debe estar pensando para no leer. Yo me embarqué en la búsqueda de El Tesoro del Saber y algo he encontrado. La idea, en vez de malgastarlo, es compartirlo. Más que una notoria obsesión por esta actividad o un grito de alarma a la sociedad, es una invitación a que entren a esta búsqueda; lo negativo es que se corre el riesgo de querer escribir, y ahí se empieza a complicar la situación porque saber leer nunca va a garantizar el saber escribir. Como quiero compartirles, acá va mi testimonio: soy un sujeto perezoso e irresponsable, no gusto ni acostumbro seguir protocolos, no soy de los que disfruten llevar rutinas, pero desde que descubrí el poder de los libros mi única regla irrompible es leer por lo menos una cuartilla en el día. Creo que es la única rutina que me agrada y que con gusto sigo, pero, cavilando mejor, en vez de rutina, le debería dar el calificativo de vicio, se asemeja más a los síntomas que presento. Afortunadamente no es un vicio nocivo y es legal, de hecho hasta bien visto.

Lo que me produce la lectura lo he llegado a comparar con lo que he leído que producen unas drogas mal vistas por la sociedad: tiene la capacidad de cambiar el ánimo, te hace reír, llorar, te da miedo, te lleva a otros mundos, te aleja de la realidad, te aterriza en la realidad, te excita, te cambia…la lectura produce placer.

No conozco excusa justa para no leer. Ni si quiera la falta de ojos, porque el lenguaje braile brinda esta posibilidad. A mí no me gusta leer porque no entiendo lo que leo, me dice un amigo. Veo dos posibles razones, una, es que no sabe leer, la otra, es que la pereza lo impide. Le apuesto a la segunda porque la creo más veraz. ¡Pobre hombre!, no sabe de lo que se pierde. Yo, hasta el día de hoy, no pienso abandonar mi vicio preferido, no pienso dejar de leer nunca, incluso, una vez a la semana trato de invertir dos horas a pedirle a todos los dioses que conozco para amanecer algún día siendo políglota y poder leer más libros ¡Oh, Yahvé!, todopoderoso y omnipresente, ayúdame, con tus superpoderes a ser políglota. Por favor, Dios, tú que todo lo puedes, dame el don de las lenguas. Alá, con tu infinita bondad, hazme intérprete de todos los dialectos que hablan los pueblos que bendices. Gran Vishnú, concédeme tantos lenguajes como brazos te adornan. Y así, con cada uno de los dioses orishas, con los griegos y si tengo tiempo, con Krishna. Al final le sobo la panza a Buda y me santiguo tres veces. ¡Ojalá me escuchen…o me lean!


Hoy amanecí con muchas ganas de visitar ese colegio y pedir, de todo corazón, la cartelera que afeaba la columna del aula donde solía yo dormir mientras el señor gordo y terriblemente atacado por el acné –se me escapa el nombre, sólo sé que le decíamos ‘Diarrea’– lanzaba sus diatribas matemáticas, si es necesario, pagar algunos billetes por ella; la quiero encima de mi cama, estoy seguro de que combinaría a la perfección con el desorden de mi pieza.

POSDATA:

Para quienes no conozcan la canción a la que me refiero, acá se las cuelgo.

El Sujeto

Mi foto
Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.