Hágase la luz

La brisa que le pegaba de frente en el rostro resaltaba la sensación de frío que, con hilos de sudor chorreándole en el mentón, se iba haciendo más intensa. El caballo galopaba a la máxima velocidad que podía hacerlo cargando los dos bultos; el terreno de la senda más corta, la que habían tomado, era complicado y más para una gestante en apuros a esa altura de la noche. Chepe esquivaba los obstáculos del camino con mucha torpeza, el pantano a veces le llegaba hasta las rodillas y en más de una oportunidad casi pierde el equilibrio. Carmen revisaba la respiración del pequeño que llevaba entre vivo y muerto en sus piernas pero el galope arrítmico de la bestia le hacía imposible la tarea. Tomó con fuerza las riendas y haló, el caballo se detuvo en un terreno medianamente plano. Aprovechó la quietud y volvió a revisar si el chiquillo soltaba aire por nariz o boca. Creyó sentir aire caliente, diferente al que la noche le ofrecía. Aún vivía. Se desabrochó la bata en la sección del vientre y comenzó a sobarlo. Las contracciones eran cada vez más fuertes, inhalaba profundo por la nariz y exhalaba lento por la boca, sacando el aire de a poco, como habría aprendido de las experiencias pasadas.

Después de asegurarse de que el niño seguía vivo, puso en marcha la bestia y siguieron por el camino. Al fondo, en la montaña, decenas de luces se encendían y se apagaban, el sonido de la pólvora se escuchaba realmente cerca, a veces Chepe se asustaba, pero seguía su marcha al verificar que seguía bien todo; ¿cuál sería la casa de Aquilino?, no importaba, eso se sabría después, primero tenía que llegar. Aunque la noche estaba de un negro denso, la luna alcanzaba a mostrarles hacia dónde iban, eso sí, nada les aseguraba que llegarían a tiempo a su destino. En el camino Carmen estuvo elevándole oraciones a Dios, el pequeño no debía morir…ninguno de los dos pequeños podía morir, y para asegurarse, ofreció su vida en cambio de la de ellos dos. Las luces intermitentes estaban cada vez menos lejos, ella confiaba en Chepe. En Chepe y en Dios. Ellos dos eran los únicos que le podían ayudar en el momento.

Una loma los separaba del caserío. El color de la cara del niño se iba mermando y mermando, estaba pálido, del color de la luna que los seguía. El caballo hizo un último esfuerzo y mientras se arrodillaba para reposar, un tumulto se fue formando; primero llegaron dos hombres, luego una mujer, llegaron unos niños y en cuestión de segundos todos querían socorrer al moribundo. Carmen desesperada los calmó de un grito, y después de que hubo silencio, preguntó en voz alta por Aquilino.

― Suba hasta arriba, hasta el filo, mi doña, allá encuentra al Aquilino. Pero no le va a servir de a mucho porque ese hombre anda en una perra asquerosa ―contestó uno de los borrachos, esforzándose para hablar claro.

Dejó a la bestia pastando y descansando, tomó al niño, se lo montó al hombro y subió lo más rápido que pudo hasta el fin de la loma. El desespero que la invadía era comparable al que había vivido cuando recién se iniciaba la guerra civil en el campo, cuando huyendo de una horda de eufóricos energúmenos que había acabado de acribillar a su papá, tuvo que correr por horas bosque adentro para salvar el pellejo. Cuando por fin llegó al filo, ubicó la casa de Aquilino por el jeep que estaba parqueado afuera. Gritó su nombre varias veces pero nadie atendió. Descargó al niño con cuidado sobre la manga de un jardín y agarró a golpes la puerta.

― ¿Qué necesita con tanta bulla? ―salió una voz femenina y aguardientosa detrás de la ventana.

― ¡Es urgente, necesito que Aquilino me lleve a San Gil!, ¡mi hijo se está muriendo! ―suplicó.

― ¡Ése sinvergüenza está todo borracho!, yo no creo que sea capaz de levantarse de la estera si quiera, misiá…―respondió la voz de la ventana― pero abajo hay más paisanos que la pueden ayudar.

― ¡Todos están borrachos! ―dijo, desesperada y agarrándose la cabeza, Carmen.

Los pasos y la respiración agitada de alguien las alertó.

― ¡Pero si está usté muy de buenas!, el dotor está en la vereda.

Un tipo panzón se acercaba caminando y jadeando cual buey, se limpiaba el sudor de su cara rojiza con el dorso de los brazos. Vio el niño sentado en la manga y sin preguntar, fue hasta él. Lo primero que lo alarmó fue el tamaño y la profundidad de la herida. Con eso y el color del rostro, tuvo para saber que se encontraba frente a un cuerpo sin vida, pero sin ahorrar medidas, intentó tomar el pulso, y, efectivamente, no había ya nada qué hacer. Carmen se fue acercando lentamente y sin emitir palabras, vio la cara del doctor de cerca.

― Disculpe, ¿usted es la mamá? ―se dirigió a ella.

― Sí, dotor, yo lo traje al mundo ―le soltó, esperanzada.

― Bueno, pues…lamento informarle que el niño falleció hace al menos media hora. Ya cualquier cosa que se haga por él, es en vano ―mientras se levantaba y le ofrecía un abrazo.

― ¡Usté no sabe nada!, ¡usté está borracho! ―le gritó con desespero al doctor.

― Mire, señora, cálmese. No tengo que estar sobrio para reconocer un muerto, y disculpe la franqueza…

― Al menos ayúdemen a llevalo hasta la casa pa dale santa sepultura ―dijo Carmen antes de desplomarse inconsciente sobre el suelo.

Esa mañana todos acudieron a la misa que estaba ofreciendo el Padre Jaime en San Gil, celebrando la llegada de la luz eléctrica a las veredas. Carmen y Jesús, católicos-apostólicos-romanos, se levantaron muy temprano para alistarse y alistar a sus hijos. A las diez de la mañana estuvieron llegando los quince, dieciséis, mejor, contando a Manuel de Jesús que estaba próximo a nacer, todos muy organizados, muy bien vestidos: los varoncitos de pantalón corto, camisa de manga corta y el corte de cabello asentado con linaza; uniformados. Las niñas con vestidos de boleros y peinadas con rulos, Carmen con un vestido materno y un chal bordado a mano por ella misma; Jesús, encabezando la manada, de chaqueta, pantalón, corbata y zapatos de cuero.

― Mija, vea al curita Jaime llegando, agárrelo y sáquele una citica pa lo de los bautizos y las primeras comuniones, ¡yo no quiero hijos ateos! ―le dijo Jesús a Carmen mientras la agarraba del brazo.

― ¡Deje miar al macho!, hay tiempo pa todo, después de la ucaristía vamos con los muchachos y de una vez se los presentamos.

El religioso se abrió paso entre la multitud, a empujones pero repartiendo bendiciones, y cuando pudo llegar al altar dio inicio, entusiasmado, a la celebración. Dios dijo un día: “Hágase la luz”, y la luz se hizo. Hoy, queridos hermanos, nos reunimos para celebrar el día en que, en nuestra tierra, Dios quiso que se hiciera la luz; “Hágase la luz”, ¡y la luz se hizo! ―empezó el discurso. Dos horas de agradecimientos y plegarias, de anécdotas sacras y de parábolas sabias de Jesucristo. Al final, avisos parroquiales y una invitación al bazar que se estaba realizando con motivo de la llegada de la energía eléctrica a las veredas. Carmen, Jesús y los niños, después de acordar con el padre la fecha para los cursos de catequesis, disfrutaron del sancocho de calambombo que la Parroquia estaba ofreciendo, los niños pidieron cofio y al final de la tarde, asistieron al parque principal para estar presentes en el acto de inauguración del alumbrado eléctrico. El alcalde cortó una cinta roja que abrazaba un cajón de lata, dos obreros halaron unas palancas y los motores iniciaron marcha.

Se acomodaron en el jeep de Aquilino después de negociar quince puestos por el valor de diez. En el camino veían ya las luces en las casas, prendiéndose y apagándose, ¡tanta lucha al fin había dado resultado!, cinco años de promesas de políticos y nada de nada. Hasta ese día. En todas las casas había fiesta, licor, bulla y luz, mucha luz.

― ¿Y qué vamos a hacer con tantos velones? ―preguntó Jesús, aferrándose a la silla del carro.

― Pues será prendérselos a La Virgen del Carmen, Chucho. Mirá que nos hizo el milagrito ―respondió Carmen.

― La que se va a joder es Doña Estela porque se va a quebrar con esa empresa de velas ―dijo Aquilino desde el volante, soltando una carcajada.

― Dios la ampare, pero es la única que sufre con la eletricidá, a nosotros nos sirve mucho ―repuso Carmen.

A las ocho de la noche estuvieron llegando a la casa y sin esperar mucho tiempo, arreglaron las camas para dormir. Los más pequeños se acostaron sin refutar, pero cuatro de los mayores, extasiados por el milagro de la electricidad, se resistían a dormir y, en vez de eso, saltaban de una cama a otra mientras uno halaba el cordel una y otra vez, prendiendo y apagando la bombilla. Jesús se levantó de la cama y fue hasta donde los niños formaban la algarabía.

― ¡Se acuestan ya o les sobra plan!, no ven que mañana me toca levantarme muy temprano ―les ordenó de un grito.

― ¡Mijo, se vino el niño, se vino Manuel! ―gritó Carmen desde su lecho.

Jesús se olvidó de los niños y fue hasta donde su mujer. Cuando vio la mancha en la sábana calculó que estaba a tiempo de ir corriendo por la partera. No dudó en hacerlo y se vistió con lo primero que pudo para salir a toda prisa en busca de Matilde. Carmen inhalaba y exhalaba como sabía, pero los dolores eran intensos, no daba resultado la respiración. Sentía que perdía la conciencia, su mundo se iba tornando blanco y empezaba a sudar frío.

― ¡Amá!, ¡Checho se rompió la cabeza! ―escuchó que uno de los muchachos gritaba y aunque no pudo saber cuál era, se levantó de inmediato y mareada, fue a ver lo que pasaba. El cuadro no era muy alentador: Sergio tirado en el piso con una herida en la cabeza, imposible de medir a simple vista porque botaba mucha sangre. No tuvo que preguntar lo que había pasado, se deducía viendo el borde de la estera de acero deformado, ensangrentado y justo encima de la cabeza del niño.

― No se muevan de acá. Cuando vuelva su papa, le dicen que me fui a llevar este pobre muchacho a San Gil ―se despidió de los muchachos después de cargar a su hijo y montarse en Chepe a ir en busca de Aquilino.

La misa de esa mañana no fue tan alegre como la de dos días antes, tampoco estaban celebrando nada. Todo el mundo asistió a la iglesia de San Gil, vestidos con los mejores trajes y después del toque de campanas, se dio inicio a la eucaristía. También estaban allá Jesús, Carmen y los niños; todos completos, los dieciséis: los hombrecitos con sus pantaloncitos, las niñas con sus vestidos de boleros, uniformados. Manuel y Sergio, encabezando la misa desde sus féretros, eran los únicos de la familia que no estaban llorando. Esa ceremonia no estuvo tan entretenida, lo único que Carmen quería era que se terminara rápido y nunca más volver a recordar el día en que Dios quiso que se hiciera la luz.

El Sujeto

Mi foto
Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.