Más sabe El Diablo...

Esa noche empezó mal: se acabó la mariguana. Me llegó el último porro que pasaba de mano en mano, le di varias caladas profundas, tosí un par de veces, pedí una botella de cerveza, tres sorbos y después de reunir unos cuántos centavos entre los pulmones que se pensaban perjudicar con vicio, me fui solo a traer felicidad. Estábamos reunidos en la casa de uno de uno de esos pulmones, la casa, por ende, estaba sola (digo sola porque no estaban los papás) y nos sobraba el licor. Quedaba en un barrio cerca al centro, Boston o Prado, da igual; bajé por una loma y llegué a lo que parecía una calle principal. Saqué un Marlbeiro y empecé a fumármelo. Increíble, ni un solo taxi. Pasaban motos y carros y volquetas y aviones y submarinos. Pero nada de taxis. Alcancé a fumarme el cuarentaycincopuntodosporciento del cigarro cuando apareció uno, al fin uno, en el horizonte. Le puse la mano y me monté. ¿Dónde lo llevo, amistá?, me preguntó sin saludar y aceleró. Era un señor de edad avanzada, casi un viejito, pero era animado entonces no llegaba a tanto, tenía prendido el radio en una emisora donde estaban poniendo boleros, el volumen no parecía el de un viejito. Hermano, le tengo una misión: le voy a ser sincero, necesito comprar mariguana, ¿se le apunta…o me bajo? Hincha furibundo del DIM, sillas tapizadas en una tela brillantosa azul y roja, como perlada, escudos del Rojo por todo lado. Con esos ojos y ese olor, ya me imaginaba yo para qué me necesitaba…yo no me le arrugo a nada, patrón, ya lo llevo a donde yo conozco… Se las cantó todas. Se las sabía todas. Yo me miré los ojos en el retrovisor y sí, me delataban, no tenía que decir nada para que supieran qué había estado haciendo. ¿Pero sí es buena? El hombre no tenía cara de fumar cositas, eso no me daba confianza. De ahí fumaba yo cuando era loco, hermanolo. Me va guiñando el ojo.

Entramos directo al centro, yo reconocí una que otra calle o avenida o carrera, La Playa, La Oriental, tal vez Maturín. Mucho verde, hombre, ¿qué es lo que pasa pues? Retenes cada dos o tres cuadras, policías a pie, en motos, en patrullas, Es por esos gringos que están visitando la ciudad, pelao, pero no se mosquee por eso que a los taxis no los paran. Y menos con esa cara suya, viejito, y me habrá de disculpar. Nos metimos por una calle sola y con gamines tirados esparcidos dormidos o drogándose en las aceras y subimos a otro morro. Dos o tres minutos de escalada, más policías, y el tipo paró en una caseta de tintos. Cuando digo caseta me refiero a una caja de lata donde caben dos personas de pie y una cafetera. ¡PERO SI ES EL DIABLO! Al de la caseta seguramente le dirían El Gritón. ¿Cuánto le traigo, pelao? Ahí mismo me miró. Que sean cinco pesitos. Le entregué el billete, salió del carro, me dejó escuchando boleros para pedirle al de la caseta lo mío, mientras se tomaba un tinto que él mismo sirvió, llegó El Gritón con algo en una bolsa negra. Se despidieron y después de acomodarse en la silla, me entregó la bolsa. Analicé lo que había en mis manos: abundante, pegajosa, mojadita, poca semilla…¡buena compra! ¡Ah, y ahí le trae unos cueritos también! ¡Qué maravilla, Don Diablito! Ahora me lleva a donde me recogió, si es tan amable. Arrancó el taxi a toda máquina. ¿Y por qué le dicen Diablo, Don Diablo? De diablo no tenía sino lo viejo. Por lo loco que era cuando pelao, mijo… Me contó dos o tres historias de su juventud: alcoholismo, cocaína bazuco y mariguana, prostitución, embarazos…¡pasaba bueno el Diablo ese! Bajamos al centro de nuevo. Un retén, dos retenes, tres retenes, el retén, El Retén. Nos hicieron parar. ¿No me dijo pues que a los taxis no los paraban? El viejito estaba pálido. Calle esa boca y mejor guárdese bien eso, pelao. De güevas. Buenas, agente. Los papeles, normal. Bájese, una requisita. Normal. Empezaron a requisar el taxi, yo había pasado lo mío sano y salvo. Revisaban olían alumbraban por todo lado. Les dio por revisar debajo de la silla del copiloto y van sacando un paquete enorme, sospechoso. El Diablo se desvaneció. Así, literalmente, se puso transparente casi, se fue al piso. Se desmayó el viejo. Primeros auxilios y estaba de vuelta en este mundo. En unos minutos estaba consciente de nuevo y empezó el interrogatorio: ¿De quién es el carro? Levantaba la bolsa con mariguana porque no podía levantar el taxi. El carro es mío, mi capitán. ¡Viejito lambón! ¿Y de quién es la mariguana? Yo no supe qué decir…él sí: De él, Señor Agente. ¡Viejito infame y calumniador! ¡Oigan a éste! Si yo nada más tengo esto… Saqué lo mío de los testículos y lo puse como evidencia. Mala idea, esos veintidós gramos se los sumaron a los otros quinientos. Tuvo más peso la versión de un viejito mañoso que la mía. Me llevaron al calabozo y pasé derecho hasta las primeras horas de la mañana sin pegar un ojo. ¡Y mis malas amistades todavía juran que yo me fumé toda esa mariguana solo!

¡Salvame, Michael!

Marta llegó en cuanto pudo, sólo vio dos policías; uno dormido que estaba sentado en una silla y otro, en un escritorio, tomando café y atento a cualquier movimiento extraño. Se acercó al que estaba despierto y apenas saludándolo empezó a contarle todo como lo había tocado vivirlo hacía menos de una hora. Eran cuatro, todos estaban armados, no se habían robado nada de la casa, sólo a su hijo. Le habían dicho que se despidiera de él. Por el carácter de los tipos, Marta les creía.

El policía la escuchaba atento, miraba a sus ojos intentando descubrir qué tan cierto podría ser lo que la señora le estaba balbuceando. Finalmente se calló, ahora era su turno de hablar.

― Bueno, lo primero que tengo para pedirle es que se calme un poquito, Doña. Tómese una agüita aromática y va a ver que todo se pone más claro ―empezó a servirle agua caliente de un termo en un vaso plástico, buscó después una bolsita de té y la puso en el vaso―. Usted hizo lo correcto al venir a denunciar, no se preocupe que queda en manos de profesionales ―miró a su compañero dormido y deseó que hubiera estado despierto para que su discurso sonara creíble.

― ¿Cómo quiere que esté calmada si secuestraron a mi hijo? ―respondió tosca, pero en tono neutral, Marta―.

― Empecemos por el principio, Doña…―miró el nombre de la señora, lo había anotado con lápiz al margen de una hoja del periódico del día―Doña Marta. ¿Quiénes se lo llevaron?

― Si yo supiera, capitán, ya le hubiera dicho…

― Bueno, dígame, entonces, a qué banda pertenecía…pertenece…su hijo ―continuó con el derrotero.

― Es un muchacho casero, déjeme decirle. Yo no he sabido que él ande en malos pasos…

― No es nada personal, no se ofenda, sólo debo llenar el reporte―interrumpió el policía―. Dígame el nombre completo y la cédula, por favor.

― Marta Patricia Castaño Me…

― No, Doña, de su hijo…―volvió a interrumpir.

― Anderson López Castaño, y la cédula no me la sé, agente.

Sabía que la denuncia formal de desaparición forzosa que había ido a poner no iba a servir para mucho, y menos, que los policías fueran a investigar el caso, como le había jurado el capitán aquél. Se quitó la bata que había tenido que ponerse de urgencia para salir a avisarle a la policía, se puso la piyama y se acostó a rezarle a Dios para volver a ver a su hijo con vida.



Le quitaron la bolsa de tela que le tenían en la cabeza y una luz fuerte dirigida a la cara le hirió los ojos. En unos segundos se fue acostumbrando a la luz pero no veía nada más. Escuchaba risas de un niño, como en un sueño recurrente que tenía, y estaba convencido de que eran los tragos que se había tomado. No sabía dónde estaba ni quién lo tenía inmovilizado de manos y piés, y menos por qué le estaban pegando. Tampoco decía nada porque no lograría mucho suplicando o insultando al que lo tuviera preso. No había hecho nada para que lo trataran de esa manera, no se metía con nadie precisamente para seguir con vida. Tenía confianza en que se tratara de un error, y con frialdad, lo iba a arreglar.

― ¿Si sabe por qué está acá, malparidito? ―le preguntó una voz masculina y aguardientosa que salía desde atrás.

― No, hermano, dígame qué hice o qué tengo qué hacer…

― ¿En serio no sabe?, ¿no estuvo envenenando a nadie hace unas horas, gran hijueputa? ―le dijo la voz, luego recibió un golpe fuerte en la nuca.

― ¡Yo no hice nada!, al menos dígame qué se supone que hice, pues…

Intentaba recordarlo todo, pero por más que se esforzaba, no podía…mucha presión, mucho licor, mucha mariguana. Había comprado la hierba donde siempre pero no había pedido encima o pagado menos, por ese lado no era. Había fumado en su casa para evitarse problemas con los policías, entonces tampoco sería falso positivo. Se había encontrado con sus amigos de siempre, unos tragos, muchos tragos, unos porros, nada especial, había ido a la casa, comió, se fumó varios cigarrillos mientras se dormía y llegaron a despertarlo a patadas. No sabía de su culpa.

La luz se fue atenuando, alguien la manejaba y le había bajado la intensidad. Estaba en una bodega pequeña, lo rodeaban siluetas de diferentes tamaños que no lograba reconocer. La estela se movió hacia un lado y un niño disfrazado de Michael Jacskon cargado por un adulto, apareció iluminado. Tenía una expresión de placidez pero no reaccionaba.

― ¿Ahora sí sabe qué fue lo que hizo, hijueputa? ―le preguntó de nuevo, sentenciando, la voz.

¿Cómo iba a olvidar al pequeño?: el niño que había sido merecedor de los dulces especiales. Estaba con sus amigos, apenas terminando la primera botella de licor barato. La masa de infantes con sus disfraces, pleno 31 de octubre, nada especial…hasta que él, Michael Jackson, el niño, llegó pidiendo dulces pero sin una palabra: entró haciendo su repertorio de baile, era él, Michael, el mismo. Sin pensarlo dos veces, apenas terminó de bailar, sacó de su bolsillo cuatro chocolates hechos y empacados por él mismo, en la tarde.

― Tranquilícense, es sólo un poquito de mariguana. Déjenlo dormir hasta mañana y ténganle listo un buen desayuno. Nada de alarmarse por eso…―aclaró, Anderson, viendo que todo se podía arreglar.

― ¿Mariguana?, éste bastardo le dio mariguana a mi niño… ¿y lo dice así de tranquilo? ―dijo otra voz, desde atrás también, con rabia―. Jorge, Chepe, ya saben qué hacer.

La luz se apagó y el lugar se quedó en total silencio. La puerta de un carro abriéndose irrumpió con su sonido, se volvió a cerrar. Anderson se sabía muerto. De pronto, la voz del pequeño, que reaccionó, le devolvió la esperanza.

― Papi, antes de que los muchachos se lo lleven, dígale que me dé más chocolates.

El Sujeto

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Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.