El portador de la sonrisa.

La tensión lo tenía paralizado hacía un rato y el bombillo de luz débil que parpadeaba de vez en cuando no lo ayudaba. El sudor empezaba a empaparle la frente y a remojarle debajo de la nariz, se limpió con el dorso de una mano y volvió a su posición neutral: sentado en una silla de madera con las manos descansando en las piernas y la mirada al muro del frente. Su respiración era rápida aunque había intentado controlarla para concentrarse, con resultados fallidos. Faltaban pocos minutos para empezar su espectáculo ante cientos de personas, por los gritos de la gente que alcanzaba a escuchar desde el cuarto apartado del escenario que le tenían reservado como camerino. Un ventilador echaba un airecito débil desde un rincón a pocos metros de donde estaba sentado y con timidez le tocaba la piel para darle al menos un poco de descanso. Debía apurarse para quitarse su jean, su camisilla y sus botas para vestirse de acuerdo a la ocasión, con el traje que aquél hombre le había mandado confeccionar especialmente para él, para su gran noche, para esa noche. Aprovechó que no llegaba la mujer que se había ido a traerle un vaso de agua y se empezó a desvestir.

Creció en el seno de una pareja de campesinos, a las pocas horas de vida lo abandonaron en unos costales de fríjol que eran del dueño de esa finca, más tarde su nuevo papá. A los seis años empezó su trabajo en el campo, cultivando, con su papá putativo, bajo su guía, manutención y malos tratos. Dos años más tarde, después de una violenta sesión de enseñanza, decidió robar algunas monedas de la casa y probar suerte tomando otros rumbos, con la compañía unos pocos pesos y una muda de ropa. Estuvo dos semanas vagando por veredas y pueblos antes de dar con un trabajo, que en cortos meses, demostrando destreza en las labores del campo, fue ascendiendo hasta tener a su cargo un puñado de peones. En un santiamén, la guerra política inundó las montañas de sangre y tuvo que dejar todo lo que había conseguido allá destrozándose con el resto, y bajar a la ciudad para estar a salvo de los filos de los machetes y los plomos de las balas. Sin otros conocimientos que los del campo, estuvo sin trabajar mucho tiempo, aguantó hambre varios días, pero siempre mantuvo la sonrisa en la cara; en ese nuevo mundo donde nadie sonreía. Una mañana de hambre y frío lo despertó la voz gruesa de un hombre que se había bajado de una camioneta lujosa y se le había acercado. Asustado y pensando en huir, tomó dos harapos que lo acompañaban e inició su retirada rápida, pero al ver que el hombre no lo atacaba ni intentaba agarrarlo, frenó y lo escuchó. El tipo lo había llevado a su casa, en un pueblo a las afueras de la ciudad, lo alojó y alimentó por dos semanas y su única intención era conseguir un show para los de su pueblo. ¡La primera vez que le pagaban por hacerlo! El alcalde de un pueblo lo tenía viviendo en su casa, con su familia. La fecha del show había llegado y había tenido suficiente tiempo para prepararse. Tocaron la puerta del cuarto justo cuando terminó de vestirse el traje blanco.

                ― Pase, está abierto.
― Disculpe lo interrumpo, maestro… ―habló la mujer, mientras entraba y le entregaba una bandeja dorada con un vaso de agua.
―No es molestia, pase sin problema ―le dijo, recibiendo el vaso. Con tres tragos vació el contenido y cuando levantó la mirada ella lo estaba observando con los ojos abiertos pero sin ninguna emoción evidente en su cara―. ¿Qué pasa?, ¿hice algo malo?
―¡Ni más faltaba, maestro! Estaba yo sólo mirándolo. ¡Es que es increíble que lo hayan traído!
―¿Y es que hace cuánto que no se ve esto por acá?
―¡Nunca, maestro, nunca! Y yo me tengo que ir ya pero tengo que aprovecharlo porque quién sabe cuándo más lo tenga yo al frente…¿usted podría…?
―Claro que puedo…―sonrió.

Podía ver la parte de atrás del telón y al telonero escupiéndose las manos, frotándoselas y agarrando la cuerda con fuerza para abrir la tela en dos. La tensión se le había multiplicado, pero estaba seguro de sus capacidades, tenía confianza en que podía salir y lograr hacer un buen espectáculo. Revisó una y otra vez su apariencia, de arriba a abajo, todo perfecto. Los gritos de la gente, la bulla y el alboroto que salía de la masa lo llenaban de miedo pero a la vez lo alentaban a entregarse a su público, que aunque era anónimo, le pertenecía. El animador empezó llamarlo al escenario, las luces se encendieron y empezaron a moverse, y el corazón se empezó a acelerar, lo sentía latiendo como nunca, casi escucharlo. El telón se abrió y todo el mundo se quedó en silencio, en shock, expectante. Los reflectores que lo separaban del resto del escenario ante el público lo dejaron parcialmente cegado y no veía sino hasta la punta de su nariz. Una decena de flashes se prendieron en el momento de la salida. El alcalde, parado a un lado de la tarima, lo animó a empezar de un grito.

            ―¡Vamos, campeón!

Dios dos pasos al frente, y como nunca, estuvo dispuesto a hacer lo mejor que sabía, sonreír.

El Sujeto

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Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.