¡Bienvenido al Siglo XXI!


 ¿Es usted de los que cree que se puede torcer si se moja acalorado?, ¿de los que derrama el primer chorro de la botella en nombre de Las Ánimas (con nombre propio, como toda corporación)?, ¿está convencido de que el hipo se quita tomando agua al revés?, ¿de los que considera posible el desprendimiento del alma (o desdoblamiento)?, ¿jura que su fecha de nacimiento determina lo que sucede de ahí en adelante en su vida?, ¿asegura haber sido víctima de la magia negra?, ¿de los que asiste a misas de sanación para recuperar la salud?, ¿usa baba de caracol para rejuvenecer su piel?, ¿piensa que la violencia es la única salida para terminar con una guerra?, ¿de los que cree que Adán y Eva fueron los primeros pobladores de este planeta?, ¿es usted de los que cree en un ser superior que juzga sus actos?, le tengo noticias: ya no estamos en esos tiempos hermosos de otrora. ¡Bienvenido al Siglo XXI!

Me veo en la obligación de hacer esto porque me conmueve ver dando tumbos por ahí a tantas personas que no se enteraron del cambio de siglo. Esta vez vengo a ponerlo al tanto de algunas cosas que han cambiado desde que usted decidió o tuvo que estancarse en una época. Lo primero que debo decirle es que los carruajes ahora se llaman carros y no funcionan con caballos, los ha tenido que ver por todos lados y, me imagino, se había estado preguntando por las bestias…hoy en día, las bestias van adentro. Ahora lo pongo en contexto, espero que lo siguiente lo lea con calma y no se alarme: la Iglesia se separó del Estado, también se separó La Gran Colombia ―somos Colombia, a secas―, la esclavitud pasó a ser máximo de ocho horas ―dependiendo del amo, que hoy se le llama jefe―, la trepanación fue sustituida por otras prácticas menos entretenidas, León XII está muerto, el hombre llegó a La Luna, el Presidente de Estados Unidos es negro, la cocaína es ilegal y es obligatorio responder económicamente por los hijos engendrados. Eso es lo más relevante, creo.

Quiero, también, actualizarlo sobre algunos detalles en la manera de relacionarse con los demás que han variado un poco su forma pero que siguen llevando la misma esencia. A parte de los conocidos Liberales y Conservadores, existen otros grupos que conviven en el territorio, se les llama tribus urbanas y llevan ese apelativo por la forma primitiva en que se relacionan. ¿Recuerda todo el esfuerzo que requería llevarse una mujer ―gratis― a la cama?, ahora son ellas las que se lo llevan a usted; sin necesidad de recitar versos de Quevedo puede lograr cosas que ni al mismo Quevedo le hicieron. La música que se percibe en el ambiente ha variado ligeramente, ya no se escuchan bambucos, guabinas, paso dobles o a Mozart, Vivaldi o Verdi, hoy estamos inundados de ritmos provenientes de todas partes del mundo, caribeño-electrónicos en su mayoría, espero se acostumbre a eso.

Entiendo que sea difícil acoplarse a cosas nuevas como las que acaba de enterarse, usted y yo sabemos que va a ser difícil empezar a cambiar de ideas tan arraigadas y a comenzar a adoptar comportamientos extraños a su forma de percibir la vida, pero le aseguro que de no evolucionar, de quedarse en su prehistoria, la civilización le va a dar muchas cachetadas. Le recomiendo que salga a la ciudad a observar su entorno, de a poco, acostúmbrese al nuevo paisaje gris ―otrora verde―, tómese el tiempo de digerir todo lo que no conoce: de eso va a depender su supervivencia en la sociedad de capitalismo salvaje y devorador que hoy tiene ante sus narices. Si por algún motivo resulta exhausto y se desespera por no encajar, tranquilo, respire profundo, cuente hasta diez, siéntese en un balcón a consumir algún poco de droga legal y disfrute de las niñas que pasan mostrando las teticas por la calle, así es como se hace hoy en día.

Excúsome, padre.


            ―Buenas tardes, Padre ―le dijo una voz masculina que llegaba detrás de la rejilla que lo aislaba del resto de mortales―.
            ―Buenas tardes, hijo, cuéntame de tus pecados ―respondió automáticamente, como venía haciéndolo hacía más de diez años―.
            ―Acúsome, Padre, de ser el culpable de la ruina de la familia Saenz-Rubio.
            ―¿Y de qué manera eres culpable, hijo?, ¿acudiste a la fuerza negra, fuiste donde alguna bruja?
            ―No, yo mismo le prendí fuego a la hacienda.

En los tres mil setecientos veintidós días que llevaba en el pueblo no le había tocado recibir una confesión como aquélla. Resultaba que el dueño de esa voz era el causante de la mayor tragedia que los residentes hayan tenido que presenciar, el causante de que la familia más poderosa de la región estuviera pasando por momentos dificilísimos; era el que había incendiado la hacienda de la familia Saenz-Rubio. Al pueblo habían llegado autoridades policiales desde la ciudad más cercana, investigaban el terreno en busca de alguna pista que llevara al culpable, por una semana habían estado hurgando por todos los rincones de La Ponderosa pero la investigación no arrojaba resultados claros, todo parecía indicar un accidente en uno de los establos.

Aunque la confesión era anónima, Horacio Benavides, el Padre Horacio, se jactaba de reconocer la voz de cualquiera de sus feligreses con los ojos cerrados; diez años de hacer lo mismo le habían dado esa agilidad, siempre estaba al tanto de la lujuria y la malicia que paseaba por las calles empedradas de aquel caserío, conocía con detalle los nombres de las pecadoras más fervientes, sabía qué vicios corroían a qué gente, y, en fin, su trabajo lo mantenía al tanto de la situación general del pueblo: cada persona, influyente o no, pasaba por su confesionario. La voz pertenecía, sin lugar a dudas, a un campesino de una vereda cercana que bajaba al pueblo una vez por semana, a ofrecer sus productos en la plaza de mercado.

            ―¿Estás seguro de tus palabras, hijo? ―se tomó un tiempo para lanzar la siguiente pregunta, motivado por el vaho anisado que le llegaba por la ventanilla―, ¿cuánto has bebido?
            ―Fueron unas copas de aguardiente, no sabe lo que se siente tener un secreto tan grande guardado. Fui yo, yo solo: entré por el lado del río y con la misma gasolina que nos venden, le prendí candela a todo lo que había…

La familia Saenz-Rubio era la encargada de abastecer a los cultivadores de la zona de insumos necesarios para sus labores, desde gasolina para sus máquinas hasta alimentación para sus bestias. También era dueña de casi todos los terrenos fértiles del pueblo y sus alrededores, lo que significaba que casi toda la producción le pertenecía. El alcalde, el juez y el comandante de policía pertenecían a la casta Saenz-Rubio, tenían también influencia sobre algunas decisiones que se tomaran en el país; la familia Saenz-Rubio era la propietaria de la zona, todos lo sabían y todos la respetaban, su maquinaria ensuciaba todas las instituciones y acabaría a quien se interpusiera en el camino. Por diez largos años él había podido ser testigo de las injusticias cometidas por parte de la poderosa familia para desterrar a cientos de habitantes de sus tierras, de las muertes inexplicables que se habían dado en los últimos tiempos, todo en nombre del poder. Él, que había confesado a todos los integrantes de la familia, sabía lo que se merecían.

                ―No son excusas, hijo, a la casa de Dios no se entra borracho.
            ―Excúsome, padre. Dígame cómo hago para que me perdone usted y me perdone Dios, lo que sea necesario.
            ―Ya hiciste suficiente…―paladeó sus palabras― los pecadores están pagando por sus pecados.

Para el 2012 es tarde


Hace meses vengo pensando en la misma cosa. No todo el tiempo, solo cuando me percato de alguna seña particular que me lo recuerda. Al principio pensé que estaba loco, como todos creen cuando alguien plantea algo así, pero con el paso de los días las señales iban siendo más evidentes, explícitas incluso: ahí supe que estaba tras la pista de algo serio y desde entonces se ha convertido en idea recurrente. Después supe que varias personas en el mundo estaban pensando lo mismo y con supuesta evidencia, si la suya coincidía con la mía podría contactarme con ellos, de alguna manera, y plantear una teoría oficial en los medios de comunicación de todo el globo. Hace meses vengo pensando en el fin del mundo, El Fin del Mundo.

Todo comenzó una tarde dominguera de resaca tranquila y calurosa, ya había pasado la peor parte del asunto y me urgía una cerveza. Cuando llegué a mi sitio preferido para adquirirla, ¡oh, sorpresa!, me encuentro con que estaba rigiendo una jornada obligatoria de sobriedad departamental, dizque Ley seca. De inmediato fui a verificar lo que me informaban y, en efecto, las neveras que contenían el líquido preciado estaban selladas con cadenas, como si fueran culpables de la injusticia a la que estábamos sometidos. Solo una de ellas parecía haberse salvado, estaba al lado de las otras, esperando a que alguien la abriera y la librara de un poco de peso. No creía lo que mis ojos veían, si recuerdo bien, una lágrima de alegría brotó de uno de ellos. ¡Tanta dicha no podía ser cierta!, ¡de eso tan bueno no dan tanto!

            ―Es lo único que nos permiten vender hoy ―me dijo la dueña, viendo la esperanza que brotaba de mis ojos―, es cerveza sin licor.

Esa fue la frase que me cambió la forma de ver las cosas. En ese instante me di cuenta del problema que iba a acabar con el mundo, entendí que si la lógica se extinguía, esto se finiquitaba, nos íbamos con ella. Me llegaron las peores imágenes a la cabeza: los niños trabajando en las calles, los enfermos muriéndose en la puerta de los hospitales, la esclavitud, las cruzadas, el oscurantismo, la mariguana ilegal, el capitalismo, los pájaros tirándole a las escopetas… ¿a dónde llegaría esta dizque civilización si continuaba dándole paso a productos tan infames como la cerveza sin licor?, ¿a quién, en sus cinco sentidos, se le ocurriría pensar en el licor sin licor? Pero él no estaba solo, di un vistazo rápido a otros productos en el lugar y alcancé a ver el café sin cafeína, los lácteos sin lactosa o la carne sin carne. No soporté más estar ahí. Compré la cerveza y volví corriendo hasta la casa.

Yo tenía información de El Apocalipsis y de Los Mayas, dos teorías planteadas hace miles de años y por eso nunca me llamaron la atención, pero investigando, con cerveza en mano, me enteré de que hay por lo menos diez teorías más ―sin contar el holocausto zombie ni la invasión alienígena― que vale la pena revisar a fondo. Calentamiento global, malformaciones genéticas, catástrofes naturales epidemias virales, erupciones volcánicas, golpes terroristas, impactos de cuerpos celestes, agujeros negros, estallidos de estrellas y hasta la toma del poder por parte de los robots. Todas estaban sucediendo. Todas.

Desde hace unos meses vengo pensando en lo mismo, casi todos los días algo me dice que El Fin del Mundo está cerca y, estoy convencido, va a ser por la ausencia de la lógica. No sé si vaya a ser por el regreso triunfal de Jesucristo o de Los Mayas, no sé si vaya a llover fuego, si abunde el azufre, si llegan unicornios voladores, si caen meteoritos, si despiertan todos los volcanes o si explota el Astro Rey, esta vaina está en tiempo extra y nadie se va a salvar. Yo, por mi parte, he decidido quedarme sentado esperando a que suceda y ojalá, cuando ese día llegue, yo tenga una cerveza con licor en mis manos.

En busca de la madurez


Desde hace algunos años, muchos me han venido pidiendo lo mismo de distintas maneras, casi a diario. Hoy me levanté decidido a darles gusto y a hacerme un bien, pensar a futuro y ver los beneficios, las ventajas que me iba a traer, y sobre todo, lo mucho que iba a crecer como persona. Desde que cursaba mis primeros años en la escuela mis profesoras me hablaban de la madurez pero yo la veía ajena a mí. En el colegio pasaba lo mismo, con más frecuencia, pero seguía pasando lo mismo, yo me sentía ajeno a la madurez, y no era raro porque es algo que no tienen los jóvenes, o eso decían. Terminé el bachillerato sin ninguna muestra de madurez, como se esperaba, pero ahí era donde empezaba mi camino hacia ella, entrando a la Universidad, se suponía, yo viviría un cambio drástico, la adultez me iba a llegar bien acompañada. Hoy, que supuestamente soy adulto en todos los países, puedo asegurar que la madurez me sigue siendo ajena y yo a ella.

Me levanté decidido a madurar. Lo primero que se me ocurrió fue investigar qué era la madurez, en general y específicamente: la analogía se hace con los frutos, cuando están en el punto máximo de su vida útil, “edad de la persona que ha alcanzado su plenitud vital y aún no ha llegado a la vejez”, dice la Real Academia Española de la lengua. Según lo anterior, o un anciano no puede llegar a la madurez o se llega maduro a la ancianidad, y me confundí porque conozco algunos viejos que, según lo que yo entendí de todo lo que he oído, no tienen nada de maduros. También se supone que es “buen juicio o prudencia, sensatez”, una o dos o tres cosas más que no concuerdan con la mayoría de personas que habitan este planeta. ¿Cuántos autodenominados ‘maduros’ carecen de buen juicio, de prudencia y de sensatez? Esa analogía con los frutos no me ayudó mucho, la realización plena de los hombres llega con la muerte y uno no puede ser maduro cuando se está empezando a podrir.

Eso me dejaba la duda más abierta, ¿quién era, entonces, una persona madura? Según el Concilio Vaticano II en la Optatam totius, nº 11, una persona madura reúne tres cualidades: estabilidad de espíritu, capacidad para tomar prudentes decisiones y rectitud en el modo de juzgar sobre los acontecimientos y los hombres: básicamente, nadie podía ser maduro, solo Dios, teniendo en cuenta su evidente inexistencia. “Es quien ha adquirido un fácil y habitual autocontrol emotivo con la integración de las fuerzas emotivas bajo el dominio de la razón, es decir, la persona que no vive de sentimentalismo, de impulsos, de tendencias, sino que vive de principios, de dominio personal, de convicciones, aunque a veces las emociones o los sentimientos quieran dominarla”, en resumen, los cambios de ánimo que tienen las mujeres periódicamente les arrebata la posibilidad de ser maduras, según lo anterior, es un atributo masculino.

También escuché varias veces que la madurez llega con el matrimonio y el primer hijo. Para ser maduro, entonces, me tocaría contraer nupcias y contraer un crío. Eso implicaría rechazar cualquier noción de libertad personal, de intimidad y de ocio. La madurez no acoge a la diversión, no da tiempo al desperdicio de la vida, ni a la drogadicción, ni a la pereza, ni a la envidia, ni a los excesos, ni al odio, ni a nada que atente contra los valores familiares, porque el hombre maduro es el hombre de familia; ningún trotamundos es capaz de alcanzar la madurez, por más que vaya en su búsqueda. La madurez es una cualidad que se adquiere dentro de cuatro muros y un techo.

Sabiendo qué era y cómo alcanzarla, me di a la tarea de pensar mejor las cosas, con madurez. ¿Quería estar en el culmen de mi vida útil?, ¿quería abandonar las cosas que más disfrutaba por alcanzar una meta infundada?, con sensatez, buen juicio y prudencia tomé la mejor decisión de mi vida: no voy a madurar. Es más simple acostumbrarse a que me lo pidan, casi a diario, sacar alguna evasiva y seguir con mis falencias de infante. Claro que, después de todo, no debe ser tan mala puesto que todos la buscan… ¿será que si maduro me comen…?

Es Antioquia la que pasa

Se acaba la Feria de las flores, se va dejándome un mal sabor de boca. Sabe amargo y huele rancio. No porque no haya disfrutado de la jornada ―de hecho, en parte, me excedí― sino porque me aclaró algunas cosas que todavía creía que eran simples opiniones personales exageradas. No puedo negar que el departamento se preparó mucho para esta semana, para que todo saliera según lo planeado y demostrar que, una vez más, Antioquia es digna de admiración por parte del resto del país y del exterior; pero, incluso contando con tantos esfuerzos creo que sigue sin ser suficiente. Empecé la semana con espíritu festivo, queriendo regocijarme con mis coterráneos en esta fiesta de colores, pero muy temprano me desanimé, todo por culpa de ellos.

Antes de que llegara agosto, me habían prometido que Medellín iba a estar llena de mil colores; me cumplieron, estuvo llena de mil colores, de dos mil colores, sobre todo en el piso. Mucha sangre, muchos vómitos, mucho cagajón, mucha basura, muchos vómitos, mucha sangre y muchos vómitos. Diferentes tonos de rojos, ocres, cafés y amarillos por doquier, mirando el estado de las dizque calles uno podía localizar con facilidad a la turba parrandera. También tuve la oportunidad de ver, muchas veces, embotellamientos de cientos de metros que, de lejos, dan un espectáculo multicolor que no se describe fácilmente, comparable tal vez con el de una experiencia con LSD.

Comprobé que Medellín es una ciudad de viciosos. Por fortuna, a donde me dirigiera, encontraba a alguien que estaba dispuesto a brindarme un poco de lo que estaba ingiriendo. Yo sabía que había borrachitos y mariguaneros y periqueros y triperos y omnívoros, pero no me había tocado verlos en acción, juntos, por una misma causa y a la misma vez. Y sin disimulo alguno, fuera de día o de noche, en vía pública, frente a todo el mundo. Al parecer, la doble moral tradicional antioqueña se  toma una semana de vacaciones, pero el ocho de agosto, puntual, vuelve a casa, retoma las riendas del asunto y ese día, esta vez un lunes, Medellín vuelve a gritar que es la más educada.

Supe, también, que esta ciudad es un pueblo. Me di cuenta cuando, después de iniciada la feria, algunos borrachitos guardaron su automóvil y sacaron a lucir sus bestias y sus caballos, vestidos con sus ruanas campesinas, sus botas campesinas, su carriel campesino, sus pantalones Diesel y, obviamente, su sombrero. Un pueblo de borrachitos con sombrero a caballo. Y a pie, también, porque los vi caminando por ahí con su botella a medio terminar, tambaleándose alegremente por los caminos de herradura pavimentados. Todo eso pasó sin ningún percance mayor, no hubo embotellamiento de caballos por ninguna vía y tampoco registré ninguna queja de algún jinete por una fotomulta injusta o un parte de tránsito, ningún muerto por accidente equino, ¡todo perfecto!, en una semana tuve para ver que esta ciudad funciona mejor como pueblo.

Todavía me falta hacer presencia en los actos culturales, pero algo me dice que no me va a alcanzar el tiempo, la fiesta continúa y va para largo. Aún me falta disfrutar de varios tumultos, el sabor de la harina o la espuma de aerosol, pagar tres veces el precio de lo que ingiero, caminar kilómetros para llegar a la casa, y con suerte, presenciar un par de atracos. ¡La fiesta es larga! Lo que sí me parece curioso y quería compartirlo con usted que me lee, es que he estado atento a fotos y videos de los eventos de la Feria de las flores, y por más que me esfuerzo, créame, no he visto la primera flor. Por eso, cuando pasa un borrachito con sombrero a caballo, es Antioquia la que pasa.

La suerte de los billetes

I

―Yo no supe qué hacer y por eso vine donde usté, pa que me diga más o menos pa dónde coger, dotora ―dijo, dándole vueltas con las dos manos a su gorra por los bordes, mirando hacia el suelo, desconcertado―. La saqué del muro en que andaba trabajando, no vaya a creer que me la jalé de algún otro lao, si no me cree…
―Tranquilo, Ramiro ―interrumpió la abogada―, nosotros confiamos mucho en ustedes y sabemos que nunca se podrían robar nada. Lo que sí le digo es que el asunto está muy raro, en esa casa no vivía nadie hacía algunos años… ―hurgaba algunos papeles que tenía sobre el escritorio intentando buscar los registros―
―Entonces, como yo fui el que me la encontré, yo me los llevo, ¿cierto, dotora?
―Yo no veo por qué no, Ramiro, a menos que alguien llegue a la empresa a preguntar por la caja. Pero, como le digo, esa casa estuvo sola por varios años ―seguía hurgando, quería corroborar la información para no ir a cometer errores―…

Ramiro había sido albañil toda su vida. Desde los catorce fue obligado a trabajar con uno de sus tíos como ayudante, aprendió las mañas del oficio en su adolescencia y ya en la adultez pudo zafarse del abusivo yugo de su primer maestro, se independizó, comenzó a trabajar, y por muchos años no había dejado de hacerlo. Muchos años, más de cuarenta. Y en tanto tiempo no había visto algo como eso. Era común encontrarse mensajes que se mandaban entre albañiles, a futuro, para que algún otro lo descubriera: en un huequillo de un muro dejar oculta una hoja con nombres, algún plano, una foto, pero nunca una colección, menos una colección tan completa y sí que menos una colección tan completa y tan bien cuidada.

Ahora estaba en el despacho, sobre el escritorio de la abogada Martínez reposaba la caja destapada dejando ver las pilas de billetes organizados, al parecer, aleatoriamente, uno sobre otro, formando un colchón uniforme de dinero. Cada pieza estaba cuidadosamente empacada en una especie de bolsa plástica transparente, algunas selladas con fuego y en otras con cinta adhesiva.

            ―Dotora…―dijo Ramiro, tímidamente, interrumpiendo la búsqueda de los datos― yo la molesto con otra cosita…―sacó un rollo amarillento de hojas de papel con letra a mano de uno de los bolsillos del sobretodo azul, se lo estiró a la abogada mientras se dirigía a ella― lo que pasa es que yo casi no sé leer y esta nota estaba con los billetes, a mí me gustaría saber qué dice.
―¡Muéstreme! ―se apresuró a recibirle las hojas y empezó a darles una ojeada superficial. Miraba con incredulidad lo que sostenía en las manos, no había oído jamás algo parecido a lo que estaba viviendo―

II

Usted, que está leyendo esto ahora ―la abogada comenzó a leer en voz alta―, puede darse cuenta del singular contenido del paquete que acompañaba a esta nota, pero se lo detallo: lo que ve en esa caja es el legado de varias generaciones, el empeño y el esfuerzo de muchas personas que a lo largo de su vida tuvieron un objetivo común; vivieron y murieron por los billetes. Desde tatarabuelo hasta tataranieto tuvimos siempre presente al papel moneda en nuestras vidas, dedicándole casi todo el tiempo a recoger y conservar las mejores piezas que llegaba a nuestras manos. Como puede ver, hay billetes locales de todas las denominaciones, algunas ediciones limitadas, billetes de cáñamo, miles de piezas que consideramos aptas para la colección. Se preguntará por qué no coleccionar monedas, pero ni la plata, ni el níquel, ni el cobre nos llamaron la atención, era la sensación de tocar y oler cada pieza, apreciar sus viñetas, sus formas, sus características únicas y poder descubrir la historia que se esconde detrás de ese pedazo de papel. Desde mil novecientos treinta y ocho, el papá del papá del papá de mi papá, empezó a coleccionar el papel moneda, como distracción, como curiosidad. Con el paso de los años, la pasión por la notafilia fue creciendo y nadie pudo detenerla, ni la suya ni la de sus hijos ni la de sus nietos ni la de sus bisnietos ni la de su tataranieto, yo. Fuimos conocidos en el barrio por nuestra afición, llevábamos la fama de avaros, nadie entendía nuestra fiebre. La colección tiene más de tres mil ejemplares, y hasta hoy, seis de marzo de mil novecientos noventa y nueve, vale algo así como cuarenta millones de pesos, aunque yo la considero invaluable.

Se preguntará por qué dejo escondido el tesoro familiar dentro de un muro. Debe entender que queda en sus manos la decisión de continuar la colección o de que se detenga, yo también tuve que decidirme: al principio asumí la tarea con responsabilidad y pasé mi vida ayudando en la colección, a pesar de tener necesidades económicas, nos empeñábamos en que creciera, que muchos billetes, cientos de billetes, adornaran las estanterías. Porque, sépalo, antes estaban colocados en estanterías, organizadas por año, por cifra, por color, teníamos la casa llena de billetes. Por ser hijo único, cuando faltaron mis abuelos y mi papá, la responsabilidad caía sobre mis hombros, había terminado una carrera en lengua materna en la universidad y andaba realizando cursos de pintura. La pasión por la notafilia me había entrado hacía años y me sentía preparado para continuar con el legado familiar. Comencé con entusiasmo, agregando centenares de billetes los primeros años, uno tras otro; puedo decir que un tercio de las piezas las agregué yo en ese tiempo. Un día empecé a fijarme en los billetes que desechaba para la colección, los billetes que gastaba diariamente en las transacciones comunes y supe que había más magia en esos raídos papeles que en los recién impresos. Cada arruga contaba mil historias, cada raya de bolígrafo decía mil secretos, cada dibujo, cada hoyuelo, cada cifra decía algo único. Ahí estaban mis tres pasiones, los billetes, las palabras y el arte, reunidas en un solo lienzo, en una sola frase, en un billete.

Ahí empezó mi problema. Busqué un empleo que me diera acceso a muchas piezas, en poco tiempo entré al negocio de la compraventa de baratijas, compré algunas que venían de contrabando, empecé a venderlas en la calle, y así, a diario, llegaba a mi apartamento, al que me había mudado, y empezaba a clasificar las nuevas adquisiciones. En un lado iban los billetes con dibujos, en otro los que llevaban garabatos, también separaba los que tenían números y letras. Como puede imaginarse, una labor así requiere de mucho tiempo, todo. Trabajaba para coleccionar, ni siquiera para comer; en pocos meses estuve en los huesos, rebajé veintidós kilos. Eso sí, me tomé el tiempo de etiquetar cada billete, desde el primero, porque los conocía todos. También volví a contarlos y encontré que la colección había crecido notablemente, yo le había añadido dos mil unidades más después de la muerte de mi papá… ¡dos mil!, ese día entendí que no podía seguir viviendo así, o mejor, no podía seguir dándole mi vida, mi única vida, a unos papeles. Ese día fue ayer.

No le voy a decir cómo, pero le voy a decir por qué: escondí esta caja con este tesoro porque no soporté, no soporto. Creo que nunca fui lo suficientemente valiente para aceptar que no podía cuidar de esta colección como se lo merece, ella y la memoria de mis anteriores. En este momento tiene tres opciones: dejar la caja en donde estaba para que otro la aproveche, tomar la caja y vender la colección o simplemente continuarla. Yo no soporté, hice lo que pude. Hoy queda en sus manos, y aunque seguramente no esté vivo este instante que me está leyendo, le deseo mucha suerte en la decisión que tome.” ―exhaló, luego de haber terminado―

Ambos se miraban sin saber qué decir. La abogada le entregó el manuscrito a Ramiro, él lo puso en la caja y la tapó.

            ―¿No decía ningún nombre? ―le preguntó, intrigado con lo que acababa de oír―
            ―Ninguno, Ramiro, es lo más extraño que me ha pasado, ¿sabe? ―le respondió, ida, todavía pensando en la suerte de aquél tipo que había caído en desgracia por coleccionar billetes―

Ramiro cogió la caja y se despidió de la abogada inclinando la cabeza. Antes de llegar a la puerta del despacho, se devolvió hasta donde estaba, volviendo a interrumpir a su jefa.

          ―Dotora… ―le dijo en voz baja, logrando desconcentrarla lo menos posible― se me ocurre otra dudita y de pronto usté me puede decir…
            ―Cuénteme, Ramiro ―se adelantó―.
            ―¿Usté sabe si en el banco reciben billetes rayados?


El Sujeto

Mi foto
Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.