Excúsome, padre.


            ―Buenas tardes, Padre ―le dijo una voz masculina que llegaba detrás de la rejilla que lo aislaba del resto de mortales―.
            ―Buenas tardes, hijo, cuéntame de tus pecados ―respondió automáticamente, como venía haciéndolo hacía más de diez años―.
            ―Acúsome, Padre, de ser el culpable de la ruina de la familia Saenz-Rubio.
            ―¿Y de qué manera eres culpable, hijo?, ¿acudiste a la fuerza negra, fuiste donde alguna bruja?
            ―No, yo mismo le prendí fuego a la hacienda.

En los tres mil setecientos veintidós días que llevaba en el pueblo no le había tocado recibir una confesión como aquélla. Resultaba que el dueño de esa voz era el causante de la mayor tragedia que los residentes hayan tenido que presenciar, el causante de que la familia más poderosa de la región estuviera pasando por momentos dificilísimos; era el que había incendiado la hacienda de la familia Saenz-Rubio. Al pueblo habían llegado autoridades policiales desde la ciudad más cercana, investigaban el terreno en busca de alguna pista que llevara al culpable, por una semana habían estado hurgando por todos los rincones de La Ponderosa pero la investigación no arrojaba resultados claros, todo parecía indicar un accidente en uno de los establos.

Aunque la confesión era anónima, Horacio Benavides, el Padre Horacio, se jactaba de reconocer la voz de cualquiera de sus feligreses con los ojos cerrados; diez años de hacer lo mismo le habían dado esa agilidad, siempre estaba al tanto de la lujuria y la malicia que paseaba por las calles empedradas de aquel caserío, conocía con detalle los nombres de las pecadoras más fervientes, sabía qué vicios corroían a qué gente, y, en fin, su trabajo lo mantenía al tanto de la situación general del pueblo: cada persona, influyente o no, pasaba por su confesionario. La voz pertenecía, sin lugar a dudas, a un campesino de una vereda cercana que bajaba al pueblo una vez por semana, a ofrecer sus productos en la plaza de mercado.

            ―¿Estás seguro de tus palabras, hijo? ―se tomó un tiempo para lanzar la siguiente pregunta, motivado por el vaho anisado que le llegaba por la ventanilla―, ¿cuánto has bebido?
            ―Fueron unas copas de aguardiente, no sabe lo que se siente tener un secreto tan grande guardado. Fui yo, yo solo: entré por el lado del río y con la misma gasolina que nos venden, le prendí candela a todo lo que había…

La familia Saenz-Rubio era la encargada de abastecer a los cultivadores de la zona de insumos necesarios para sus labores, desde gasolina para sus máquinas hasta alimentación para sus bestias. También era dueña de casi todos los terrenos fértiles del pueblo y sus alrededores, lo que significaba que casi toda la producción le pertenecía. El alcalde, el juez y el comandante de policía pertenecían a la casta Saenz-Rubio, tenían también influencia sobre algunas decisiones que se tomaran en el país; la familia Saenz-Rubio era la propietaria de la zona, todos lo sabían y todos la respetaban, su maquinaria ensuciaba todas las instituciones y acabaría a quien se interpusiera en el camino. Por diez largos años él había podido ser testigo de las injusticias cometidas por parte de la poderosa familia para desterrar a cientos de habitantes de sus tierras, de las muertes inexplicables que se habían dado en los últimos tiempos, todo en nombre del poder. Él, que había confesado a todos los integrantes de la familia, sabía lo que se merecían.

                ―No son excusas, hijo, a la casa de Dios no se entra borracho.
            ―Excúsome, padre. Dígame cómo hago para que me perdone usted y me perdone Dios, lo que sea necesario.
            ―Ya hiciste suficiente…―paladeó sus palabras― los pecadores están pagando por sus pecados.

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El Sujeto

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Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.