La mañana, él y ella


Él, se despertó porque sí, porque no tenía más sueño, porque no le hacía falta dormir más. Se desprendió de los brazos de ella, suavemente, con delicadeza, con cuidado de no ir a despertar un solo poro de ese cuerpecito blanco y desnudo que yacía postrado a su lado, se quitó la sábana, se sentó en el borde de la cama y se tomó unos instantes para detallarla. Le encantaba ver cuando dormía, no podía perder de vista los pechos subiendo y bajando al ritmo de la respiración, pausada y constante, se sentía maravillado de poder apreciar tanta belleza en un solo rostro, en un solo cuerpo. Y era suyo, era suya.

No quiso mirar la hora, no había luz pero afuera los carros empezaban a pasar y dedujo que podían ser entre las cuatro, las cinco y las seis de la mañana. Una corriente de aire frío que se colaba por debajo de la puerta de la habitación lograba combinarse con el calor que las sábanas habían guardado toda la noche, no incomodaba; era el ambiente perfecto porque no sofocaba y no congelaba. Las noches eran perfectas desde que estaba con ella, ni el frío más aterrador ni el calor más apabullante habrían podido hacerle pasar una mala noche, no ahora, ya no más.

Se levantó despacio, y desnudo, quiso ir hasta la cocina para preparar café. Salió del cuarto y cerró la puerta para que el frío no la despertara. El apartamento estaba en tinieblas y solo un poco de luz en forma de triángulo de algún farol de la calle iluminaba levemente el piso. Pasó por el estudio, a tientas, hurgando los muros con ambas manos, con miedo de estrellar alguno de los dedos de los pies en alguna esquina, luego llegó al comedor, palpó el interruptor de la luz y la encendió. Ahí seguían los platos sucios con salsa y la botella de vino casi sin líquido, las copas seguramente estarían en la habitación. El cuadro de naturaleza muerta le hizo recordar algunos momentos de la noche que había pasado, sonrió y siguió hasta la cocina. Buscó el café, cargó la cafetera con algo de agua también y la puso en marcha.

Volvió hasta donde ella dormía, abrió la puerta despacio, no quiso cerrarla. Se acercó hasta la mesita de noche y fue al primer cajón. Sacó una bolsa con tres cogollos de cannabis, los puso en su mano y con los dedos, como si fueran de seda, comenzó a desmenuzarlos. Lio un porro vistoso en papel cebolla y, agarrando el encendedor del mismo cajón, le dio fuego. Se sentó a su lado y no pudo hacer otra cosa que mirarla, se fijaba en el arco perfecto de sus cejas, en el esmalte perfectamente aplicado sobre las uñas de los pies que se asomaban por debajo de la sábana, en la punta perfecta de su perfecta nariz, retrataba en la mente cada centímetro perfecto de piel de la mujer perfecta que estaba dormida al lado. Como si pudiera saber lo que pasaba, ella se despertó. Tal vez por el humo del cannabis o por el del café. Él le besó la frente antes de que ella pudiera pronunciar palabra.

            ― ¡Huele delicioso, ¿qué es?
            ― Debe ser el café.
            ― No, lo que fumas, ¡dame!
            ― White widow ―le dijo, mientras le entregaba el cigarro―

Ella dio dos caladas, lo miró y le sonrió.

            ― Prométeme que siempre vamos a estar juntos.
            ― Siempre. Te lo prometo ―le aseguró―
            ― No quiero que me faltes nunca.
            ― Nunca. Nunca más.

Un mal día


Llevaba la ropa empapada y no podía distinguir si era por el sudor o por las goteras que pacientemente habían estado cayendo desde el cielo. Eran las cuatro de la tarde y el estómago no paraba de anunciarle que no había recibido bocado desde temprano, y que, de seguir así, no aguantaría por mucho tiempo. Ismael paró la carreta, la descargó en el suelo ignorando los mensajes de su olvidado amigo. Miró a su alrededor y vio material para inspeccionar, calculó que en una hora ya habría separado y montado a la carreta todo lo que sus ojos alcanzaban a ver, el hambre podía esperar. Y como siempre, el hambre esperó.
Toda su vida se había dedicado a ubicar tesoros en la basura de los otros, desde que tenía noción del tiempo había estado recorriendo las calles de la ciudad, esquina tras esquina, destapando las bolsas, hurgándolas, rescatando lo que para muchos era inservible. Con lo que los otros habían desechado él había sobrevivido toda su existencia, él y los suyos, porque compartía responsabilidades con su mamá y sus dos hermanos mayores. Todos los días, sin importar clima, fecha o estado de ánimo, a las cinco de la mañana se levantan los cuatro, se bañan por turnos en el único baño de la casa, desayunan por turnos con el único pan que haya en la casa, y se avientan a las calles para escoger lo bueno que hay entre lo malo. Por la noche, cuando el frío y el hambre son insoportables, vuelven a reunirse para ver cuán bueno o cuán malo ha sido el día.

La jornada esa vez había estado pesada, aunque hubiera caminado tantas horas por tantas calles, para el esfuerzo que había hecho la recompensa había sido mínima, hubiera sido mejor el sur, pensaba. Hasta ahora no tenía más que unas cajas de cartón y dos latones, ni siquiera suficiente para comprar pan y huevos, iba siendo tiempo de aprovechar todo lo que estaba tirado en ese parque, y no fue sino pensarlo para lanzarse a recoger tesoros. Primero seleccionaba lo que estaba a la vista: cajas de madera, electrodomésticos malos ―que a veces servían para repararse y revenderse―, botellas de vidrio o de plástico, y cualquier tipo de metal, ojalá oro, por lo menos cobre. Luego se aventuraba a husmear en las bolsas que estaban selladas, de vez en cuando lograba sacar algo valioso de entre los papeles sucios, era la peor parte, a veces…a veces, era la mejor.

Pero ese día el destino no le tenía preparadas grandes cosas, ni medianas, ni pequeñas. Ese día, la basura no era más que basura. No había valido la pena invertir tantas energías en tan poca cosa. Él sabía que eso podía pasar, a él le pasaba mucho.

En un par de horas ya no habría sol, ya se estaba llegando la hora de encontrarse con su familia para darles malas noticias, ya era tiempo de que gastara las pocas monedas que llevaba consigo en alguna cosa que le menguara el hambre. Cogió la carreta, medio llena, medio vacía, y se fue con ella hasta la primera tienda que encontró unas cuadras más al norte. Entró, libre de cargas, hasta el estante que había al fondo del portón iluminado con dos lámparas de tungsteno, atendido por un señor de bigote prominente y barriga más prominente que el bigote. Averiguó el precio de una porción de ponqué con un vaso de leche, verificó que pudiera costearlos y, habiendo cómo, los pidió. Un tipo con un parche en un ojo que estaba al lado de él en la tienda lo miró extraño. Cada que entraba a algún lugar donde hubiera gente, lo miraban extraño. Era por su olor, por su piel sucia, por su traje ajado y empolvado por el tiempo y el trajín, por los zapatos descosidos, era por todo. Gajes del oficio. El tipo con el parche en el ojo pagó y se fue. No se despidió. Nadie se despedía  nunca. Gajes del oficio.

Recibió la servilleta con el ponqué y el vaso de leche, no se sentó; de pie frente al estante y con tres movimientos rápidos hizo lo que tenía que hacer. Entregó las monedas, agradeció y se puso en marcha hacia la carreta, no estaba satisfecho porque el hambre era bastante, con eso llegaría hasta la casa sin desmayarse, por lo menos. A un lado del portal iluminado por tungsteno, en un punto donde la luz no llegaba totalmente, algo llamó su atención. Se agachó a recogerlo, como siempre hacía. Era una billetera. Tenía un carné con la foto de alguien con un parche en un ojo. ¡No faltaba más!, pensó. Ahora, aparte de tener que dar explicaciones sobre su mala fortuna tenía que ir a buscar al dueño de la billetera, ¡no faltaba más!, pensaba.

Del verbo escribir (en primera persona)


Escribo porque me nace,
porque nazco cuando escribo, 
por la curiosidad de saber,
por fin,
lo que tengo para decir.
Porque respirar es tan fácil,
tan sencillo que todos pueden,
escribo porque me nace,
porque me hace sentir vivo.
Siempre ahorro las palabras
lo que vale la pena siempre está
bajo la sombra del silencio.

Escribo para soplarle la espuma
a la cerveza de los días,
para tumbarle la ceniza a la vida
que se acumula y no cae,
para limpiarme el sudor que me
cae de la frente y me hace arder
los ojos,
para desprender la costra
que me dejó la batalla
que empezó perdida.

Escribo porque no tengo motivos
para no escribir,
porque yo soy yo,
el papel es papel
y la tinta es tinta,
es tanta,
tanto como yo
tanto como el papel
tanto como nada.

Escribo porque me llena,
porque me vacía, 
porque me lleno
para sentirme vacío.
Porque la noche me da motivos
y la lluvia me permite,
porque los grillos me gritan
que escriba.

Escribo porque me sangra la conciencia,
porque Dios no me dotó de alma
y mi cerebro no me dotó de Dios,
porque la imaginación violó a la cordura
y salió de la jaula,
porque hay una punta salpicada de tinta
dispuesta a ponerle límites ilimitados
a la loca prófuga.
Porque siempre hay algo
que vale la pena ser escrito
y a veces, solo a veces,
me elige a mí para que lo escriba,
porque siempre hay alguien 
que necesita leer algo,
y a veces, solo a veces,
yo lo escribo.

Escribo para acabar el frío
que dejan las palabras
que no están escritas,
para auyentar el temor
de la hoja en blanco,
para darle sentido al
sinsentido que se siente
cuando no se siente nada.
Porque siento cuando escribo
más no escribo lo que siento,
escribo lo que tengo para escribir
y siento lo que tengo para sentir
y digo lo que tengo para decir,
yo sé que es así
porque lo siento
y porque lo escribo.

Escribo cuando hace falta,
cuando el cigarro me arrulla
y me pide compañía,
cuando la energía del café
se sale por el humo,
cuando el sueño me da la espalda,
cuando el genio se endurece
y me exige soledad,
cuando estoy con soledad,
cuando estoy con amargura
y cuando estoy con tristeza.

Escribo cuando a soledad
le hace falta leer algo alegre
sobre tristeza,
cuando a tristeza
le hace falta leer algo alegre
sobre amargura,
cuando a amargura
le hace falta leer algo alegre
sobre mí.

Escribo por la dificultad
que tiene no escribir,
me confieso ante el papel:
no soy capaz de no escribir.

Escribo por incapaz, por cobarde,
por valiente,
por amnésico, por enérgico,
por anormal, por amoral.
Porque la vida se gasta
si no se escribe,
pero se gasta más
cuando está escrita,
porque el pasado no sería
pasado
de no haber estado escrito,
para adelantármele al futuro
y dármelas de presente,
porque cuando él iba
yo ya venía escribiendo
o por lo menos pensando
lo que venía a escribir.

Por la muerte lenta de
la ortografía,
por las tildes ausentes,
las contracciones explotadas,
los anglicismos,
el parlache,
por los párrafos incompletos
y las ideas inconexas.
Por la cordura del que escribe,
por la locura del que lee,
por la desgracia del que no lee,
por la injusticia del que no ha leído,
por la desdicha del que no sabe leer,
por la desdicha del que sabe leer,
por la desdicha del que lee
y por la desdicha del que escribe.

Escribo porque no he aprendido a gritar
en el tono preciso,
porque no llego a la nota
que me permite romper la copa,
me la bebo y escribo,
me la bebo mientras escribo
o escribo mientras me la bebo,
o vivo mientras escribo
o mientras bebo,
o vivo, bebo y escribo.

Escribo porque sería estúpido
no escribir,
las palabras
serían simples suspiros
avergonzantes,
porque Bukowski era un borracho
Vallejo un apátrida
Rulfo una incógnita
y Barba Jacob un mariguanero.
Por la buena influencia
de las malas ideas,
por los buenos recuerdos
de los malos olores,
por los buenos ratos
de los malos tiempos,
por las buenas copas
de los malos tragos,
por la buena compañía
de los malos amigos.

Escribo por escribir,
para darle puñaladas
al tiempo
y después tener escrito
quién fue, dónde ocurrió,
cuándo lo hicieron, cómo pasó.

¡Feliz año, Colombia!


Se nos fue el dos mil once, se nos acabaron trescientos sesenta y cinco malos días. Porque no se puede negar, el año pasado nos trajo muy malos ratos. Son pocos los que, según conozco, pueden decir que ese nefasto año fue bueno, y, no solo eso, son muchos los que reciben este nuevo ciclo con alegría y positivismo, anhelando prosperidad y creyendo que el destino tiene preparadas cosas muy buenas esta vez. Yo no me confiaría tanto en el porvenir de este nuevo período, lo que va de este año he podido ver que, según parece, este asunto va a seguir empeorando hasta que no haya más cosas para estropear y no lo va a detener ni la rosa de Guadalupe ni Leonel y su cruz de Gólgota.

¿Por qué estoy tan seguro?, yo no he sido supersticioso, los agüeros no son lo mío, pero esta vez me huele maluco, el mal augurio me lo dio el inicio de año: el primero de enero fue domingo. ¿Cómo esperar algo bueno de un período que se inicia muerto?, ¿a quién se le ocurre pensar que este tiempo va a ser productivo sabiendo que estando a dos de enero todavía se siente el domingo? Y preciso ese domingo se posesionaron los nuevos alcaldes y gobernadores de Colombia, los que por los siguientes cuatro años van a estar administrando ciudades y departamentos…¡posesionarse un domingo es casi lo mismo que jurar en vano!

Ya desde la alborada se sentía mal el ambiente. Recuerdo como recibimos a diciembre en esta villa, toneladas de pólvora manejada por borrachos, miles de voladores surcando el cielo, miles de papeletas poblando las calles, gente anhelando despedir ese fatídico año en algún pabellón de quemados de algún hospital, de cualquiera, daba igual. Ese primero de diciembre supe que no se necesitaría de mucha espera para que empezaran a caer las primeras cabezas y este pueblo se pintara de rojo sangre la cara. Y así fue, diariamente los resúmenes de los noticieros daban cuentas de miles ―miles, sin exagerar― de riñas provocadas por el alcohol y por la intolerancia, que un muerto aquí, que otro muertico acá, que otros tantos por allí…sin contar los accidentes de tránsito y los desastres naturales.

Y comenzamos enero de la siguiente manera: en Medellín tuvimos veintidós muertos y siete heridos en un lapso de doce horas. Sesenta y un quemados a lo largo de todo el mes, menos de la mitad fueron niños. Yo quedé decepcionado, ¿apenas sesenta y uno?, para toda la pólvora que se quemó, yo me esperaba por ahí dos mil o tres mil muerticos, pero no. Yo espero que el panorama vaya mejorando, no creo que pueda empeorar más. Ahora solo nos queda esperar que Los Mayas cumplan con su palabra y bajen de los cielos en sus caballos de fuego y hagan lo que tienen que hacer, mientras más rápido mejor, no vaya a ser que a RCN se le ocurra sacar otra temporada de El man es Germán.

Enhorabuena, un muy buen dos mil doce, lleno de pobreza, desastres y muerticos. 

El Sujeto

Mi foto
Hace más de veinte años nací, vengo creciendo, lucho por reproducirme y todavía no he sabido que me haya muerto.